martes, 23 de noviembre de 2010

poema dadá por N.A

El día, la noche, la puerta, la ventana.
La paloma pasa, me mira.


Me tomo un café.
Mejor un mate.
Abro el msn
Cierro Skype
Mando un mail
Sube, baja
Subte o bondi,
¿Hasta dónde?
Dos hasta Banfield
Son casi veinte mangos.
Decir, estar, callar, trotar
Ramón, ¿dónde estás?
Voy para allá
Salgo en quince
Va

jueves, 28 de octubre de 2010

entrega

Cuando él estuvo a punto de alcanzarle el billete, ella le estampó una cachetada. Así: de prepo y de lleno en su mejilla derecha, la cual quedó roja no tanto del dolor sino de la vergüenza. No era la primera vez que lo hacía, pero en esa ocasión él supo entender el motivo. Agachó la cabeza y miró hacia el piso damero del patio trasero. No pudo verla derramar una lágrima. Acto seguido, colocó el ahora arrugado billete en el bolsillo de su delantal blanco. Ella apoyó su mano sobre la de él, casi sin querer, y en un acto reflejo -uno que repetimos todos sin saber nunca bien por qué- se aseguró que los cien pesos estuvieran a salvo. Luego, le acomodó el cuello de la camisa y simuló plancharlo con el calor de sus manos. Probó los botones de nácar: estaban bien. Excepto uno de los ojales que era más chico, por lo cual debió usar la tijera que sacó del otro bolsillo. Extendió los brazos del hombre y con su palma recorrió las costuras. Rozó sus costillas, y al sentirlo tan débil e indefenso, se sonrojo. Él, anticipándola, giró. Ella calculó el largo y el ancho de la espalda y, finalmente, le quitó la camisa. Colocó la camisa blanca en la bolsa de nylon, se la entregó y se dio media vuelta. Los brazos de él estrangularon su cintura. El mundo se salía de su eje y dejaba de girar por un segundo. Y, a esta altura, ya poco quedaba por hacer o por decir.

el regreso

"Los vagos de la estación dicen que volvió al pueblo, che, pero, ¿dónde carajo se metió el Ñato, ese mismísimo hijo de puta?" La pregunta de Cáceres se respondió por sí sola un par de minutos después. Fue cuando la puerta de madera y vidrios repartidos se abrió, dejando entrar la ola de calor y humedad junto con la llegada del Ñato Etchesortu. Entonces el silencio se hizo presencia en el bar del Hotel Colón. Sólo el chirrido del viejo ventilador de techo tenía algo que decir. El escribano Mencía demoró más de lo habitual en guardar los billetes en su bolsillo trasero: quería presenciar ese acontecimiento en primera fila. Los vagos del pueblo, sentados contra el ventanal, aplazaron la siguiente tirada de dados, dejando que el Osvaldo se llevara las apuestas del día. Ismael, en un acto mecánico, sacó la ginebra y un vaso de los nuevos de debajo del mostrador. Los otros vagos, los mensajeros, simularon una muda y ridícula conversación entre ellos. Hasta el perro zarco que lo había seguido desde el playón de la estación, apoyó el hocico frío contra la puerta a la espera de novedades. El Ñato se sacó el sombrero y caminó con la cabeza  gacha hacia el baño, al final del pasillo, no sin antes saludar con una seria reverencia a Ismael. Este le devolvió el saludo mientras servía la ginebra con tónica. Cuando la puerta del baño de hombres se abrió, el bar del Hotel Colón volvió a una forzada normalidad.

lunes, 25 de octubre de 2010

desfallecer

-       ¿Ella dormía?
-       Sí, plácida pero enardecida, sonrojada. Susurraba, desnudándose en sueños.
-       ¿Entonces?
-       Perdí el equilibrio, dejé de sentirme afable, seguro…
-       ¿Seguro de?
-       De su amor.
-       ¿En ese preciso segundo?
-       Sí, aunque pudo ser antes. Algo en ella se perdió, se evaporó angustiosamente en el éter. Se desvaneció sutilmente, sin previo aviso, sin advertencia alguna.
-       Sí, siga…
-    Dudé de ella, de sus sentimientos. Presentí su desamor, sufrí encarnizadamente su abandono, sometiéndome a su desamparo. Deduje su desinterés, padecí su sádico egoísmo, pené su distancia, desconfié de su presencia entera.
-       Ajá…
-    Antes supe dejarme seducir, entregándome a sus enfermizos encantos. Aprendí a ser esclavo de su déspota pasión, adicto a su desalmado espíritu, adorador de sus peligrosos secretos dormitantes.
-       Es entendible.
-       Pensé seriamente en suicidarme, en desaparecer antes de dejarme devorar por sus  enredados artilugios. Debería decir, asimismo: antes de dejarme engullir por su pétrea ausencia.
-       ¿Pero?
-       Sentí escalofríos, asco. Adolecí de espanto ante dicho desenlace.
-       Entiendo, ¿pero sintió pena? ¿Piedad? ¿Por ella?
-   Piedad de ella, sí… puede ser. Pero debía seguir adelante, debía salvarme de su soberana existencia sin sosiego.
-       ¿Entonces?
-       Entonces sentí enorme poder. Súpeme dueño, amo, señor. Ella dormía apaciblemente. Su débil aliento se evaporaba en el aire, su desnudez apremiaba, su siniestra aura surcaba el espacio en derredor, su espalda se derretía en aterciopelado sudor.
-       Sí, siga, diga…
-     Empuñé el arma. Sin dudarlo, penetré su suave piel satinada, despojada de peso alguno. Socavé sus entrañas, poseyéndola soberbiamente. Saboreé sus entrelazadas, eternas extremidades. Suspiré sobre su sensual silueta...
-       Sí, ¿después?
-    Acarició el arma su encendido pubis, palpó sus deseosas profundidades, dibujó sin decoro alrededor de su exuberante escote. Ella alunizó en penumbras, deshaciéndose en palabras de desvergonzado placer. Puncé su pavoroso sexo, desgarrándolo en éxtasis adormecido.
-       ….
-       Entonces, en el silente disparo, ella se acabó.

miércoles, 22 de septiembre de 2010

Las Alondras

Nunca antes habían entrado en aquél bar. Ella, acaso por su heredado status social. Él, debido a que su carácter obsesivo compulsivo lo arrastraba desde el año 2015 al mismo bar de siempre, "Los Alerces", a las 18:05, tras una jornada de trabajo agotadora. Allí lo esperaba su fiel mozo de bigote gris y un vaso de Bourbon apoyado en una mesita a la derecha del baño de mujeres.
El señor R. y la señora H. se pusieron de nariz al ventanal que daba a la Avenida. El eco de las balas aún resonaba a la distancia y un humo espeso lo cubría todo. Ella estornudó en reiteradas ocasiones y el señor R., en un acto de galantería poco común en él, le acercó un pañuelo. La garganta le picaba, y el dueño del bar, como si hubiera leído su intención, le acercó un vaso de agua que ella agradeció en silencio. Se preguntó a sí misma si, en caso que la situación hubiera sido otra, habría aceptado un vaso de agua proveniente de aquél establecimiento. Dudó un instante: cabía la posibilidad de que el agua no hubiera sido analizada y aprobada por el Ministerio de Sanidad y Consumo, con lo cual podría estar contaminada. Sin embargo, la circunstancia apremiaba. Entonces, con cierta prudencia y a ojo cerrado, se llevó a la boca tres imperceptibles sorbos de agua de grifo del bar "Las Alondras".
Fue en ese momento que presintió el dolor físico ante la inminencia de la muerte. Cuando la nube de polvo se disipó, pudo ver a través del ventanal hombres y mujeres arrojados en la vereda, con ojos y bocas abiertos, pero sin aliento visible o audible. Afuera, la ciudad estallaba en mil pedazos. Por el momento, el bar "Las Alondras" parecía ser el único lugar seguro en la faz de la tierra.

martes, 24 de agosto de 2010

vocación

(Del lat. vocatĭo, -ōnis, acción de llamar).

 f. Inspiración con que Dios llama a algún estado, especialmente al de religión.

 f. coloq. Inclinación a cualquier estado, profesión o carrera.

f. ant. Convocación, llamamiento.



"Entonces, Menganito, bombero; Fulanito, abogado; Zultanita, médica. Y vos, A., ¿qué querés ser cuándo seas grande?"

"Escribidora, seño."

miércoles, 11 de agosto de 2010

y,z

Y
Yuntas, yaguaretés y yeguas yacían yuxtapuestos.


Z
Zapateando zurras, Zoilo zigzagueó zonzamente zarpados zapallos.

v,w,x

V
¡Ven viento voraz, vuélveme victoriosa, visítame vitoreando verosímiles vaticinios!


W
William Wallace wikipedió “Weber” whiskeando whist.


X
Xeneise xenófilo xerografía xenones.

s,t,u

S
Sal sin santiamén si sientes soplar seis suaves sesosos silbidos susurrantes.


T
Te toqué tan tímidamente temiendo tu torpe titubeo tangencial.


U
Ulises usurpó ungidas urbes ufanándose umbríamente.

p,q,r

P
Piden pacientemente palabras polisémicas para paliar paulatinamente profundos pesares.


Q
¡Qué quilombo quístico: quince quejosas quinceañeras!


R
Rehúso reír raídas rosas rojas resucitando resistentes recuerdos reprimidos.

domingo, 8 de agosto de 2010

m,n,o

M
Mirad modestamente mis miserias marchitas, mas musitad mensajes maravillosos mitigando mis mil molestias.

N
No. Nadie, nunca nadie notará nuestras nostálgicas nadas.

O
¡Oh, oscuro oráculo onomástico: olvidadas onomatopeyas oirás orgiásticamente!

j,k,l

J
Jamás jaurías jíbaras juntarán jurásicos jabalíes.


K
Kafkiano kilométrico karaokea “Kiss”.


L
Linda locuaz "lolita" libriana libera lisérgica lengua lírica lunatizando lascivos lúmpenes literatos.

g,h,i

G
Grandilocuente garganta gimnástica garantiza grandiosos gemidos guturales.

H
Históricos hiatos hilan hábilmente hermosas historias hoy.

I
Irrisorias ilusiones invadirán ingenuamente insólitas islas imaginarias.

d,e,f

D
Diez decenas de durmiente dolor dilatan dulces deseos de desprevenidas damiselas.

E
El enviciado ensueño emitido en estados elevados erradica elegías edípicas.

F
Famosa filósofa francesa fascina fumando finísimo faso fatalmente filosa.

a,b,c

A
¡Atención! Aviso: adoro admirar abismalmente a Anita amasando ansiosa aladas ambigüedades.


B
Bellas bailarinas Bolcheviques bucean banales ballets Bolshoianos.


C
¡Cristo, coño, carajo, ¿cómo consigo cultivar cien crisantemos color celeste cielo?!

lunes, 2 de agosto de 2010

recordatorio

Hoy mi mejor amigo me desayunó con la siguiente noticia: Esta noche me largo de casa. Así, sin demasiado preámbulo, me lo vomitó antes de mi jugo matinal de naranja y jengibre.
Mientras me sumergía en el vapor de la ducha, rebobiné mentalmente sus palabras a través del tubo del teléfono. Mi mejor amigo es esa clase de persona que todos, en algún momento, soñamos ser. Aquél en quien todos quisimos convertirnos alguna vez, allá y hace tiempo. Es imposible no envidiarlo, pero no conozco a nadie a más de quinientos quilómetros a la redonda que haya tenido palabras adversas hacia él, que lo haya criticado u odiado. Que sea tan perfecto, lo hace, paradójicamente, in-odiable.
Mi amigo tiene cuarenta y pico, dirige una importante editorial, y en sus tiempos libres escribe novelas y cuentos cortos. Está casado con una mujer cinco años menor que él, a quien conoce desde que los veintipico y con quien tuvo dos hijos: una nena y un varón que se llevan tres años. Y me estoy olvidando del perro labrador que completa el cuadro familiar con marco dorado. Estamos a años luz de negar que ambos, marido y mujer, hayan disfrutado de los placeres terrenales, entregándose a los viajes alrededor del mundo en la treintena, previo intercambio de votos matrimoniales. Tras estos, ella dejó (a pedido expreso de él) su puesto de asesora en una multinacional para dedicarse a las tareas domésticas, la crianza de los niños y los beneficios con pollera del dolce far niente.
Mi mejor amigo es esa clase de hombre que jamás se voltearía a mirarle el culo a una mujer en la calle; y jamás, en lo que me consta, manifestaría deseos de acostarse con otra que no sea su propia esposa (aunque oportunidades ha tenido de sobra). Es esa clase de tipo que pierde con caballerosa humildad un partido de tenis (algo que raramente ocurre) e invita una ronda de cerveza al grupo. Se puede dar el lujo de conducir un convertible en el verano abrasador de las calles de Miami, así como de escaparse a su chacra esteña en pleno invierno porteño gris, húmedo y neurótico. Paga sus impuestos religiosamente y contribuye con cuanta acción filantrópica o ecológica caiga en sus manos. No se droga (una sola vez fumó porro; fue en un recital de Pink Floyd y lo tuve que arrastrar a la salida como a un bebé), y apenas bebe alcohol. Respeta una dieta macrobiótica, hace yoga, meditación zen y tai-chi; y, una noche a la semana, se viste de gala para asistir a los más exclusivos eventos sociales, en los cuales se florea con la escultural belleza de su mujer que se mantiene a raya con clases de Pilates.
Por eso mismo es que mi cabeza se salió un centímetro de su eje cuando me largó, así sin anestesia, semejante notición. Lo primero que se me dió por largarle fue un: ¿Para qué? Seguido de: ¿Por qué? Si tu vida es perfecta.
A lo que él me respondió (quizás alguna vez logre entenderlo) en proporcional sintonía con lo anterior, Justamente por eso. Por ser perfecta, es que me he olvidado de vivirla.

lunes, 26 de julio de 2010

potra

Había soñado con caballos. Caballos alados y multicolores, todos de igual semblante pero levemente singulares si se los observaba de cerca. Caballitos de colores y con alas, que le recordaron a los My Little Pony de su infancia. 
El suyo (que, en verdad, era una potranca) se llamaba Perla y tenía tres corazones rosas en las ancas. Pensó que Perla estaría perdida en la tropilla de aquel sueño. Su relincho no sería muy diferente del resto, pero ella sería capaz de reconocerla entre los caballos enanos. 
Vino a su memoria aquel día, veinte años atrás, en que una compañerita suya sacó una Perla de su mochila, y la exhibió ante sus incrédulos ojos. Esa imagen arruinó su recreo, y borró de un plumazo la ingenua teoría de que Perla era única en su especie. Es que ahora había otra igual: otra Perla, con su crin fucsia y sus tres corazones rosas en las ancas. Ahora Perla y ella no eran nada fuera de lo común, nada extraordinario.
Intuyó que compartir su frustración sería una pérdida de tiempo, y que todos se reirían de ella. Nadie entendería qué se siente no ser única en su especie, diferente al resto. Después de todo, las chicas suelen sentirse más seguras cuando van en tropel. Pero ella no. Ella nunca supo cómo.
Ese día, después del sueño con caballos, se entregó al silencio matinal de la habitación casi en penumbras. Un hombre salió del baño, descalzo y con el torso descubierto, vistiendo unos ajustados shorts blancos y cargando dos tazas de café con leche.
De pronto, el silencio se vio invadido cuando él le preguntó si aquel no era un día ideal para sacar fotos. ¿Cómo hacerle entender que lo que menos quería era esconderse detrás de la lente de su Nikon F3H?, pensó.
Ese hombre, allí, frente a ella, había fotografiado a una infinidad de mujeres (en verdad, modelos), incansable y mecánicamente. Cuando se conocieron, un par de años atrás, ella le había preguntado (simulando interés e ingenuidad) qué se sentía fotografiar a tantas mujeres bellas. A lo que él respondió, dando lentas bocanadas de humo, que, después de un tiempo, la belleza parecía repetirse en serie. En la superficie todo permanecía igual, todos los semblantes eran idénticos; a menos que uno se acercara lo suficiente para reparar en esos detalles  imperceptibles, delicados, sutiles, que hacen la diferencia.
Ella apoyó la taza de café en la mesa de luz, y se extendió en la cama con un suspiro que la sacó del letargo. Un brazo cubrió la mitad de su cara aún adormecida. La remera de dormir se despegó lentamente de su vientre plano. Giró sobre sí misma, mirando hacia la ventana con las cortinas a medio correr, y lució sus caderas pronunciadas. Su largo cabello castaño acariciaba la parte baja de la espalda. El se acercó por detrás, y disparó tres veces.
En la foto aparecía retratada de costado: se apreciaba la suave curvatura de su cintura, el vaivén de la cadera, el claroscuro en sus muslos suaves, y un par de piernas desnudas, eternas y caprichosamente entrelazadas.

Días después, cuando ella vió la imagen final, pudo jurar y perjurar que en la superficie de sus ancas se dibujaban tres pequeños, casi imperceptibles,corazones rosas.

lunes, 19 de julio de 2010

desolación

El hombre atraviesa una carretera del Oeste americano. En la radio de su auto suena un tema de Leonard Cohen. El  estribillo retumba cual eco en su cabeza. Sabe que de ahora en más, con sólo escucharlo, no vendrán a él aquellas imágenes de sus años jóvenes: noches de lecturas precoces de Rimbaud y Baudelaire en un francés ilegible, borracheras de vino en cartón, y chicas intelectuales de pechos pequeños que llegaban junto al despertar sexual. De ahora en más, esta canción disparará en él sentimientos diametralmente opuestos. Tararea la canción para sus adentros, mientras el viento seco empaña los espejos con la arena del desierto. Afuera, un sol naranja se derrite en el horizonte. El aire acondicionado no funciona, y maldice no haberlo llevado a reparar en su día de franco de la semana anterior. Sus manos están mojadas en sudor, así como las axilas y el torso. Emana de él un olor particular, el olor que pueda provenir de un animal herido o aterrorizado ante la inminencia del peligro. Sus ojos comienzan a nublarse, posiblemente a causa del polvo que ha entrado por las hendijas de la ventana semi abierta. Le arden, pero evita frotárselos. Sabe que la sal del desierto se clavará en su retina provocándole una úlcera, o algo similar. Lo invade el recuerdo de su maestro de tercer grado: el señor R. solía usar un parche negro en el ojo izquierdo. Decía haberlo perdido en la guerra del Pacífico. 
El hombre se esfuerza por focalizar la mirada en esa carretera despojada de autos y carteles. La noche no tardará en llegar, cubriendo con su manto oscuro la soledad intangible del desierto. De pronto, un pequeño coyote se cruza en su camino, obligándolo a presionar los frenos. Su cuerpo se zarandea de atrás para adelante, y de adelante para atrás, impactando con fuerza contra el respaldo. Gruesas gotas de sudor se pegotean en su espalda, formando una película viscosa que se adhiere al cuero del asiento. Hunde su cabeza en el volante y comienza a llorar. Desconsuelo y desolación caen junto al atardecer.

Aquella mañana, el hombre se desayunó con una noticia ajena, de las que uno suele leer en la sección policiales. Su hijo mayor  fue encontrado muerto en un motel de ruta, a cien kilómetros de donde se encuentra. Ambas muñecas y la garganta presentaban un tajo de punta a punta. Se desangró durante la noche... no pudimos hacer nada. Lo siento mucho, le habían dicho del otro lado del auricular. El hombre no derramó lágrima alguna. Ni siquiera al tener que notificárselo a su esposa. Sin embargo, no pudo evitar pensar en aquél extraño que tuvo que mover los casi 80 kilos de su hijo mayor, y limpiar el tapete, para que esa misma habitación pueda ser utilizada por otro huésped antes de las 14: hora en que se lo llevarían a la morgue local.

martes, 13 de julio de 2010

boda

Nos enamoramos en Tokio. Yo estaba allí por trabajo, como enviado del periódico para el que solía trabajar en aquel entonces, el L.A. Times. Ella, una joven actriz de teatro kabuki. Yo rasguñaba los cuarenta. Al poco tiempo decidimos contraer nupcias. Lo hicimos en Kobe, la ciudad que la vio nacer y donde se había criado. 
Mi madre y mi hermana menor vivían en Salt Lake City, y habían viajado una única vez a Los Ángeles desde que yo me mudara en mis años de estudiante universitario. Con lo cual, la mera idea de hacerlo por mi segundo casamiento (esta vez con una joven japonesa a quien casi doblaba en edad) era inverosímil. Ella estaba acompañada de su sexagenaria madre y de sus dos hermanos mayores. Uno era un prestigioso arquitecto que residía en Tokio, y el otro, gerente de una compañía de telecomunicaciones en Ottawa. El primero, casado con dos pequeños hijos: la imagen perfecta para la foto del álbum familiar. El segundo, un treintañero gay, un tanto retraído pero visiblemente soberbio. Ambos viajaron a Kobe para acompañar a su hermana, a falta de ese padre que perdieran en el terremoto de Niigata en 1964 cuando se encontraba por viaje de negocios. Mi esposa solía tener pesadillas con la imagen del cuerpo de su padre cubierto de polvo y escombros; un padre al que sólo conoció por fotos (ya que ella tenía apenas tres años al momento de su deceso). 
La ceremonia se realizó en un templo budista (yo no tenía inclinación religiosa alguna, así que por ello recibí la bendición zen). Y luego todos nos reunimos en una elegante casa de té aledaña, rodeada de un maravilloso jardín de orquídeas con un estanque de peces de colores. Las camareras sirvieron sake y deliciosos manjares, mientras que un quinteto de cuerdas nos regaló melodías clásicas. Mi flamante esposa vistió un kimono de lujo con un obi semejante a una mariposa. Y una brillante hebilla de flores brillante sujetaba su cabello negro-azulado. La recuerdo como si fuese ayer: una belleza simple y definitiva. Entablé una charla frívola con el hermano homosexual que evitaba al mayor (por motivos que podrán fácilmente inferir), y a la madre de ambos, una mujer rígida y de pocas palabras. 
Mientras tanto, los niños corrían por el parque y alimentaban a los peces gordos y coloridos. Y en cuanto a mis amigos compatriotas (un par de cuarentones escépticos, arrojados a la periferia de cualquier acto romántico), encontraron grata compañía en dos geishas que debían de ser (a decir de ellos) experimentadas en el arte del amor. 
Sin embargo, ni la una ni la otra les reveló el menor indicio. Supongo que ni la más geisha de todas las geishas del mundo puede decir algo certero respecto a ese sentimiento tan inefable como indecible. ¿Qué nos queda al resto de los mortales, pues? A pesar de esto, esa vez, bajo un cielo oriental, celebré un acto de fe: mi segunda boda con una mujer a la que amaba.

lunes, 12 de julio de 2010

punk

Es de noche. Y, desde mi ventana del tercer piso, la desierta capital inglesa se me antoja una película muda que se repite hasta el hartazgo. La curiosidad y el aburrimiento me arrojan a las calles del Soho, en busca de algo que me desvele, que me ocupe. Son las diez y cuarenta, y el frío polar de dos, tres grados bajo cero, cala hondo en mis huesos. Ha terminado la última función de cine y no hay ni un alma sajona en las calles. Sólo un par de asiáticos, que van o vuelven de sus trabajos en algún restaurante del Chinatown. El viento del Mar del Norte rasguña sin pudor mi rostro, cada vez más sonrojado y entumecido. Los labios, los pómulos, la nariz, las manos, y las uñas me duelen del frío, a diferencia del resto del cuerpo que mantiene la temperatura ideal debajo de dos sweaters de frisa, un gamulán que compré días atrás en Camden Market, y medias de lana debajo de mis jeans made in Buenos Aires.
Camino por Charing Cross y antes de llegar a la esquina de Old Compton Street, un humo espeso mezcla a marihuana y tabaco, el olor a cerveza rancia, risas histéricas, y acentos diversos que varían entre el francés, el rumano y, quizás, el inglés yanki, me hacen detener frente a un antro de música de garaje y bebidas baratas. El sopor del lugar me da la bienvenida salvándome de la ola helada que se derrama sobre una ciudad somnolienta y olvidada. Es vox populi que el interior “noche-bar” no tiene estaciones ni temperaturas. La estación es el aliento mismo de las bocas, el sudor y el olor de esos cuerpos que se buscan, se enciman, se rozan, se exhiben, se reconocen, se atraen. El espacio hermético y a medio iluminar en el que me encuentro me redime del frío callejero de dos, tres grados bajo cero, y entonces comienzo a mudar de pieles hasta quedarme en remera de mangas cortas. 
Me escabullo en el antro, chocando a esos extraños que se me hacen necesariamente familiares, incluso extensiones de mi propio cuerpo que lentamente va retomando su pulso vital. Agradezco su presencia, la celebro, brindo por ellos, brindo por todos nosotros. Voy tambaleándome entre la gente en dirección a la barra, allá a unos metros de distancia. ¿Qué usted quiere?, me pregunta la barwoman, tatuada desde el nacimiento del cuero cabelludo hasta el mentón. El lado izquierdo de su rostro íntegra y soezmente dibujado. Pido un trago transparente on the rocks    – pudo haber sido gin o vodka– que tomo sin prisa entre extranjeros, locales, punks, rockeros, algún que otro grunge, y góticos cuarentones. De fondo aúlla una banda de amateurs. Necesito ir al baño. Y me vuelvo a abrir paso entre la extática muchedumbre que se mueve categóricamente al ritmo del punk rock local.
Desciendo al subsuelo por la escalera estrecha, dejando atrás la música y la euforia. Dos puertas sin distintivos me llevan al baño. El olor agrio que emanan las paredes mojadas se mezcla con un embriagador aroma a patchouli. Contra la mesada del lavatorio, dos cuerpos femeninos se baten a duelo por el espejo. Entro al cubículo, sin poder cerrar por completo la puerta que no tiene pistillo ni picaporte. La sostengo, pues, con mi mano derecha, mientras me bajo el jean, haciendo malabares con mi cabeza gacha. Arrojo al piso el gamulán y los puloveres. Entonces me sumerjo en la lectura de los graffitis tatuados de este lado de la puerta. Y leo (con el eco de Lennon al oído): La vida es aquello que sucede mientras estás ocupado haciendo otros planes.
Luego, entre risas y besos, entra una pareja un tanto despareja (según la imagen que me devuelve el espejo que puedo ver a través de la rendija de esa puerta que se encapricha en abrirse). Él es un punk que acusa unos veintitantos, sólo que ha dejado olvidada la cresta multicolor en su loft okupa. Tiene el pelo fino y lacio, tirado hacia atrás, forzándolo en una cola de caballo que le llega a los hombros. Viste ajustados pantalones negros que acentúan aún más sus piernas desgarbadas, un buzo negro descolorido con pitucones, y borceguíes enormes que desentonan con el resto de ese cuerpo alto y lánguido. Me olvidaba de su piercing en forma de alfiler de gancho que, sin decoro, decora su oreja izquierda. Dije despareja porque ella, la chica del punk   – que se me antoja unos cinco años mayor que él – viste un impecable traje negro de oficinista (que seguramente ha comprado en Selfridges, no en Harrods), altísimos tacos de charol, y una ajustada camisa blanca de cuello Mao, abierta hasta el nacimiento de sus pechos pequeños. Sólo en Londres, me digo.
La chica del punk apoya su cuerpo menudo sobre el de él, cuya espalda descansa sobre la pared de azulejos. Dos cuerpos desiguales que unen sus desiguales lenguas en un beso fugaz, superficial, travieso y negligentemente punk. Espío por la rendija ese aliento que no huelo, y que destila a cigarrillo y whisky, chicle de menta, y una lujuria que añoro. Salgo del cubículo y la pareja me sonríe a destiempo, con labios cerrados. Me mojo la cara mientras ella ocupa el cubículo que acabo de dejar. El punk se para a mi lado y me pregunta, con un encantador acento manchesteriano de aliento a alcohol: –¿Gustas tú de la banda? Sin cavilar le miento. Le digo que sí. Que me agrada.
(Pienso, sinceramente, que el punk es ese tipo de música que cualquiera de nuestra generación destaca y asegura admirar. Pero, honestamente, ninguno de nosotros escucharía un disco de punk de cabo a rabo, joder! Al menos nos consuela saber que los temas no duran más de cuatro minutos. Sucede al igual que con los malos cuentos. Jamás serán memorables, pero al menos son eso: cortos.)
Y el calor se convierte ahora en mi enemigo solapado. Entonces lucho por salir de esas cuatro paredes, subir los angostos escalones regados de vómito y bilis, para así atravesar el antro de rock de garaje lo más rápido posible, mientras vuelvo a mudar de pieles. Una vez abrigada, me veo arrojada a la calle. La música punk ya se ha ido, pero en mis oídos sigue aullando con delay. El frío de dos, tres grados bajo cero, no tarda en hacerse sentir, y el viento nórdico me ametralla la cara. No lo dudo. Paro un taxi.

domingo, 11 de julio de 2010

cazar

Arribando alicaídos al amanecer, avistamos arcaicas aves autóctonas. Batiendo brisas, bellas bandadas blancas cabecearon crispadas crestas coloradas. Cayeron ceñudas cinco, cincuenta, cien cigüeñas cazadas. Dieciséis días después, en el encendido este, focalizamos fallecientes flamencos. Gimiendo guturales graznidos, huyeron heridos hacia helados hábitats. Imagino invadirán irrisorias islas. Jerárquicamente, juntamos jurásicos jabalíes kilometrando Kabul. Las lacerantes lanzas localizaron libertinos linces lamiendo libaciones. Mis mordaces manos masculinas mataron mancebos, neo natos, nociva, neciamente, obscenamente. ¡Oh! Obedientes, obcecados, ofreciéronse. Pacientemente, presagié preciadas presas. Perseguí precoces pumas: príncipes poblando planicies prístinas. Quejumbrosos quisieron resistirse. Rehuyeron recelosos, rugiendo recias respiraciones. Sentí sus suplicios, saciar sus sedes salvajes, soberanas. Silencio sepulcral. Taimados tigres, temiendo traicionarme, usurparon una urbe vecina, velozmente. Vacilé y vocee, "¡Vengan voraces, vuélvanme victorioso!" Vencedor, vitoreando “William Wallace”, whiskée xilofoneando xenófilos Yugoslavos.  Yeguas y yaguaretés yacían yuxtapuestos. Y yo, zigzagueando zonzamente, zapatée zurras zumbando zurubíes.


sábado, 10 de julio de 2010

b.a. (en 100)

Hay un rincón de esta ciudad que se me aparece en sueños. Donde se escucha el silencio en medio del bullicio, y un edificio en forma de cubo mágico y lleno de libros, le da sombra.
Hay una esquina por la que Borges no se atrevió a pasar. Y yo tampoco. Hay un jacarandá enorme en medio de la avenida, que regala flores en primavera y cobija perros en invierno.
Hay un bar en la calle de los cines y teatros donde se pide café con leche y medialunas, y donde hay billar y caña para los visitantes de noches estrelladas.

lunes, 5 de julio de 2010

haikuserotico

Hoy me desperté
con muchas ganas tuyas
entre mis piernas.

Es que vos siempre
te vas antes de tiempo
es decir, nunca.

Entonces llamás,
despertando el deseo
que en pausa dejás.

jueves, 1 de julio de 2010

moura/catania

ya no hay más dioses. Los míos propios se han ido todos. Y no han dejado más que reflejos débiles de aquello que alguna remota vez supieron ser. Espejismos que se desnudarán en sueños, de noche, cuando vuelva la ansiedad y el deseo. Entonces me miraré al espejo, y mi imagen se apagará lentamente. Imagino mi boca desdibujarse en el silencio, y un cuerpo que quiere pronunciarse, ignorando que ya no está, que ya no es. Mi canto se perderá en la niebla y, agotado, se rendirá ante el reflejo. Cuando la ausencia me bese los labios, sabré seguir la ruta que pasa como un remolino, incansable e indefectiblemente. Me convertiré en viajero errante, seré un gitano. Y, junto al mar, celebraré aquel ritual pagano, sabiendo que mis propios dioses ya no están, que…

melero/catania

Juguemos a la escondida, ¿dale? Yo entro en la sala y camino a oscuras hasta encontrarte. Me tropiezo con los juguetes de cuando vuelvas a ser niño. Me acomodo entre ellos, les doy cuerda, y los siento funcionar. Ese “prrrr prrrr”, ese “chhh cchhh”, ese "pum pam pim" vuelve a resonar. Y reviso tus cuadernos, cuyas invisibles páginas doy vuelta entre mis dedos. Pienso que siempre quise entrar en tus cosas, que siempre quise estar entre ellas, como ahora. Y vos todavía escondido (y fatal) me esperás. Busco tu libro, aquel que contiene los secretos del mar. Lo abro y libero el rumor de las olas. Pero lo dejo en su lugar, y te vuelvo a buscar. Camino sobre notas olvidadas, que leer no puedo, pero que,  colgadas como en un pentagrama, me llevan hasta donde escondido estás.

ego

Estar llena de falta de signos de puntuación, como en un manuscrito de Kerouac (sin puntos ni comas, ni puntoycomas), donde las palabras bailan en un fluir errático sin accesorio alguno. A veces, estar plagada de comas: abusar de ellas a riesgo de desdeñar los puntos finales. Entonces, optar por los puntos suspensivos como cuando suspendida en el aire... pero ¿generar suspenso? No creo ¿O sí? Quizás. Me engolosino con signos de pregunta que expresan 10% de ingenuidad, 70% de curiosidad y el resto de ironía, acompañados, según sea la ocasión, de los enfáticos signos de exclamación. Por momentos, estos se suceden solos, uno detrás del otro, como en fila - sólo que es una que lejos está de trazarse con regla -. Ellos más bien eligen su propio orden y espacio. Caóticos, coloridos, caprichosos, enardecidos, extáticos, entusiastas. Y de repente, sin previo aviso, el tan temido (pero menesteroso) punto y aparte. Ese que corta la respiración como un hachazo cuando te toma desprevenido. Suele disfrazarse de barra si elige jugar con la música y la poesía, arrojando entonces esa última palabra tras la pausa: metáfora del adiós. Regalarle paréntesis (mas nunca corchetes) a mis múltiples voces a modo de hogar donde resguardarlas de lo externo. Estos aclaran oscureciendo – para algunos – y oscurecen aclarando – para tantos otros–. Pero no dejan de escaparse, ansiosos, de mi garganta y, a veces, de mis manos apuntando a la hoja en blanco.

martes, 29 de junio de 2010

(des)encuentro

1/ Él
2/ Ella
3/ Se miran
4/ Se desean
5/ Se reconocen
6/ Juegan al cíclope
7/ Demudando sus pieles
8/ Atragantan sus suspiros
9/ Pero resisten la tentación
10/ Serán dos anónimos amantes


10/ Volverse sería gran pecado
9/ Un paso más para perdernos
8/ Yo de mi misma -o de él-
7/ Dejarse ir por siempre
6/ ¿Arriesgarlo o no?
5/ Aquí la cuestión
4/ ¿Y ser Ella?
3/ ¿O ser Yo?
2/¿Por él?
1/ ¿Hoy?


1/ Sí
2/ Ella es
3/ Hoy aquí
4/ ¿Y después qué?
5/ Poco hay que decir
6/ Más que abandonarse
7/ Jamás nos sentiremos -No-
8/ Una segunda parte no habrá
9/ Son dos caminos que se bifurcan
10/ Entonces me camuflo y la dejo ir.

lunes, 28 de junio de 2010

sí-no

El principio fue "sí". Un sí cósmico, metafísico, pre-histórico, a-temporal, a-theos. Un "sí" que fue más bien un grito, una exclamación, una tautología. Imagínense dos partículas (llámense átomos, llámense células) que se dicen sí, que se reconocen en la diferencia, y entonces surge eso llamado universo, cosmos, mundo. Se dicen sí la una a la otra, como si fuera un guiño cómplice que marca la diferencia entre el nunca antes y el ahora siempre. A partir de ahí, el grito se desgarra y se multiplica en diferentes ecos, que varían en tonos y semitonos; intensidades y duraciones; graves y agudos. Una combinación infinita de notas, compases, y acordes. De ahí que, en potencia y en acto, cada ser cante su propia, única, e intransferible melodía. Es decir, en la multiplicidad de tiempos y espacios ninguna música será la misma; ningún eco de ese "sí" primigenio, esencial, ontológico sonará o vibrará del mismo modo.
Pero en este pentagrama cosmogónico, el "sí" juega caprichosamente a velar y develar a su opuesto-complementario "no", que no es sino el más puro y prístino silencio donde los seres nos dejamos decir: un hálito, una bocanada, una respiración muda. Silencio que más que acción es poesía: ámbito donde la afirmación se resguarda en lo no-dicho. O, mejor, no-lugar de lo que una no-vez se dijo y que se encuentra a la espera de la vuelta por volverse a dejar decir. Entonces, en ciertas combinaciones espacio-temporales, surgen de las márgenes o intersecciones de este gran pentágrama, una raza de semi-dioses llamados poetas, los cuales revelan-develan el "no" del "sí", jugando a des-ocultar las frecuencias. Pero sucede que aún, nosotros mortales, no estamos preparados para escuchar el silencio del pre-principio, que es a su vez el final por devenir.

Debe de haber, pues, una pre-pre-historia, una ante-metafísica oculta, inaudible, atonal, latente, que espera su vuelta. ¿Deberíamos afirmar, pues, que el universo jamás ha comenzado?

domingo, 27 de junio de 2010

...then we take Berlin

Estamos en el Mitte, el centro de la capital alemana, muy cerca de las calmas aguas del Spree. Un parque arbolado nos repara del sol abrasador de un mediodía de agosto. El recorrido en silencio se ve súbitamente interrumpido por una simpática voz infantil: "Wer sind diese Männer, Oma?"
 La niña tironea con impaciencia de la mano de su abuela, curiosa por aprehender un pedazo de su historia. Ante nosotros se yergue una imponente estructura de bronce, acero y mármol.
"Estos hombres soñaron un mundo justo, un mundo mejor para todos, mein Schatz", responde la Oma embargada por una mezcla de nostalgia y orgullo.
La pequeña corre hacia el Denkmal y, con ayuda de su abuelo, se acomoda sobre las rodillas de ese hombre que fuera su tatarabuelo histórico, un señor llamado Karl Marx; y posa sus ojos sobre ese otro señor de pie, aquel que supo ser socio y compañero del manifiesto. "Schau mal!", exclama a lo lejos.
 La imagen queda congelada en la vieja Kodak de esa Oma que quince años atrás viviera de un otro lado del muro. Nosotros actuamos por imitación, congelando no sólo la imagen en nuestras digitales, sino también sus resonantes palabras. La niña sonríe, festejando nuestra complicidad.


Nada sabe acerca de los años luz que tristemente separan una ideología de la realidad.

sábado, 26 de junio de 2010

nacimientos

A 50 km. del círculo Polar Ártico, en el paralelo 66º 33' 43'' Norte, una mujer desciende de un helicóptero frente al único hospital en esa inhóspita porción de tierra nórdica de largas sombras. Se lee en el termómetro: 20 grados bajo cero. La mujer es pequeña, sus cabellos son negros, los ojos rasgados, y su piel de porcelana. Viste un Amauti colorido y lleva enormes botas rojas. Camina con dificultad hacia la puerta del hospital, como si su cuerpo pesara el doble. Está sola. Su marido, a cientos de kilómetros, cuida de la manada de perros-lobos, y enciende un fuego para pasar la noche en una tienda hecha de piel de osos y caribúes. Ella tiene miedo; pero sabe que hoy hay eclipse de sol, y eso tiene que ser un buen presagio. Entonces, el primer grito atraviesa las frías paredes del nosocomio. Ha dado a luz a su primogénito, sin saber que a la misma hora, en esa otra inhóspita porción de tierra de largas sombras, una joven bereber atraviesa con el peso de su también primer hijo en el vientre, el desierto del Sahara. Un hiyab coral cubre sus cabellos, enmarca su cara angulosa, se anuda en la barbilla, y cubre un escote decoroso. La mujer que la acompaña, su partera, lleva una gallina en manos, a la cual desplumarán y ofrendarán a la Madre Tanit, diosa de la fertilidad. Ante cada nueva contracción, presiona en doloroso silencio su colgante de ámbar en forma de triángulo. El mismo simboliza el portal que acoge a ese bebé en camino: lugar Divino del cual surge ni más ni menos que Todo.

metamorfosis

El gato duerme y yo lo miro. Imagino que sueña que es libre, que es pantera, tigre o león. Pero en la vigilia él y yo sabemos que es sólo un felino domesticado, que duerme cómodo en un sillón, que pide ser alimentado, y a veces mimado. Me compadezco y siento pena por el animal salvaje que pudo ser y no fue. Y también me culpo por eso.
Lo observo pero él no intuye mi presencia. Una luciérnaga le hace cosquillas en los bigotes. Abre un ojo, después el otro. Se intranquiliza y frunce el ceño. Se incorpora, primero una pata delantera, después la otra. Extiende su torso y se despereza, alargando el cuello como lo hiciera alguna vez su antepasado egipcio. Sus patas traseras quedan dobladas por debajo de su vientre que guarda el calor de las largas siestas del verano. La cola peluda y amarilla cuelga del sillón; ahora se mueve como un péndulo que hipnotiza. La gira de un lado a otro en señal de enojo, como acaso haría una serpiente cascabel.
Los ojos se abren en alerta, las pupilas se dilatan, y ahora me mira mirarlo. O yo lo miro a él mirarme, que a esta altura es prácticamente lo mismo. Porque a través de su mirada entiendo que en sus numerosas vidas ese gato fue yo.

llegada

Mientras el autobús atraviesa la calle de adoquines, yo lo miro todo al pasar. El semáforo obliga al vehículo a detenerse, seguido de motos y de pequeños autos modernos que no dejan de emitir bocinazos roncos. Mi compañera escucha música en el asiento de enfrente. Una monjita sentada a mi lado me sonríe, plácida. Le devuelvo una sonrisa tímida que es más un asentir que un sonreír. Luego miro al otro lado, a través de la ventanilla, como es mi costumbre. Y allí están, así los reconozco: una joven pareja en un ciclomotor negro besándose sin pudor. Él se contonea como un gato hasta alcanzar los labios de su amada, sentada detrás suyo, apoyando sus no-pequeños pechos contra su hombro. El beso dura lo que la luz roja tarda en ponerse amarilla. Y, a continuación, una palabra al oído lo desata todo, como un huracán. Ella se baja, hecha una furia. La luz vira de amarrillo a verde. El autobús arranca, pero mi curiosidad no puede evitar seguir la escena. La joven lanza el casco por el aire pesado de las dos de la tarde, haciéndolo impactar como un estruendo contra el cordón de la vereda. Y se aleja lanzando (para mis oídos) silenciosas puteadas. Él, desesperado, pone en marcha la moto y la sigue, exclamado (para mis oídos) mil y un mudos perdones.

No se podía negar. Era un hecho: habíamos llegado a Roma.

lectora

Observo los libros apilados sobre la mesita de luz: Murakami, Bolaño, Carver, Kureishi. Juego a mezclarlos: Kureishi, Carver, Bolaño, Murakami. Los comparo en tamaño y forma. Los coloco de arriba abajo y de abajo arriba. Los peso. Huelo las hojas y las letras. Acaricio sus lomos lisos y fríos. Combino los colores: ¿negro sobre azul?, ¿rojo sobre negro?, ¿naranja sobre azul? Abro el primero: 230 páginas. Paso al segundo: 143. Misma tipografía, misma editorial. El chileno se excede en quichicientas páginas, es harto evidente. ¿Qué me dicen de Carver? 157 páginas, 17 cuentos en 155 páginas más dos. Calculo: dos cuentos diarios, 8 días y medio de lectura, 20 páginas por día. Kureishi se impone: 143 páginas. Entiéndase: en una semana lo devoro (y, aclaro, lo supera en tamaño de tipografía al anterior). Hago un rápido recorrido por mi mapamundi imaginario: empezar por Oriente, en esa moderna ciudad zen llamada Tokio; seguir por las islas Británicas, recalando en Londres, la cuna del pakistaní; cruzar el Atántico con destino a los Estados Unidos de Norteamérica, llegar a Oregon, al oeste de las montañas rocosas; y, finalmente, aterrizar del otro lado de los picos nevados que separan mi tierra del vecino país andino. Suena a lindo trip, ¿no? Ojo que el de Murakami viene con fotos color: eso suma. Las examino y pienso que me gustan, sobre todo una de un primer plano de él, joven y pensativo. La novela se divide en 9 partes más el epílogo. Hago obvias cuentas mentales: diez días, a razón de un capítulo por día. Cierro el libro. Lo vuelvo a depositar sobre la pila. De arriba pasa abajo, y de abajo arriba. Y ya me mareé. Lindo modo de procrastinar, de aplazar el momento de elección de la historia que me acompañará durante los próximos días. La luz del velador los ilumina: silenciosos pero expectantes. Y pienso que qué puriosa paradoja esta, que mis hábitos de lectora tengan mucho de todas esas raras y ajenas asignaturas llamadas geografía, mecanografía, estética, matemática.