martes, 29 de junio de 2010

(des)encuentro

1/ Él
2/ Ella
3/ Se miran
4/ Se desean
5/ Se reconocen
6/ Juegan al cíclope
7/ Demudando sus pieles
8/ Atragantan sus suspiros
9/ Pero resisten la tentación
10/ Serán dos anónimos amantes


10/ Volverse sería gran pecado
9/ Un paso más para perdernos
8/ Yo de mi misma -o de él-
7/ Dejarse ir por siempre
6/ ¿Arriesgarlo o no?
5/ Aquí la cuestión
4/ ¿Y ser Ella?
3/ ¿O ser Yo?
2/¿Por él?
1/ ¿Hoy?


1/ Sí
2/ Ella es
3/ Hoy aquí
4/ ¿Y después qué?
5/ Poco hay que decir
6/ Más que abandonarse
7/ Jamás nos sentiremos -No-
8/ Una segunda parte no habrá
9/ Son dos caminos que se bifurcan
10/ Entonces me camuflo y la dejo ir.

lunes, 28 de junio de 2010

sí-no

El principio fue "sí". Un sí cósmico, metafísico, pre-histórico, a-temporal, a-theos. Un "sí" que fue más bien un grito, una exclamación, una tautología. Imagínense dos partículas (llámense átomos, llámense células) que se dicen sí, que se reconocen en la diferencia, y entonces surge eso llamado universo, cosmos, mundo. Se dicen sí la una a la otra, como si fuera un guiño cómplice que marca la diferencia entre el nunca antes y el ahora siempre. A partir de ahí, el grito se desgarra y se multiplica en diferentes ecos, que varían en tonos y semitonos; intensidades y duraciones; graves y agudos. Una combinación infinita de notas, compases, y acordes. De ahí que, en potencia y en acto, cada ser cante su propia, única, e intransferible melodía. Es decir, en la multiplicidad de tiempos y espacios ninguna música será la misma; ningún eco de ese "sí" primigenio, esencial, ontológico sonará o vibrará del mismo modo.
Pero en este pentagrama cosmogónico, el "sí" juega caprichosamente a velar y develar a su opuesto-complementario "no", que no es sino el más puro y prístino silencio donde los seres nos dejamos decir: un hálito, una bocanada, una respiración muda. Silencio que más que acción es poesía: ámbito donde la afirmación se resguarda en lo no-dicho. O, mejor, no-lugar de lo que una no-vez se dijo y que se encuentra a la espera de la vuelta por volverse a dejar decir. Entonces, en ciertas combinaciones espacio-temporales, surgen de las márgenes o intersecciones de este gran pentágrama, una raza de semi-dioses llamados poetas, los cuales revelan-develan el "no" del "sí", jugando a des-ocultar las frecuencias. Pero sucede que aún, nosotros mortales, no estamos preparados para escuchar el silencio del pre-principio, que es a su vez el final por devenir.

Debe de haber, pues, una pre-pre-historia, una ante-metafísica oculta, inaudible, atonal, latente, que espera su vuelta. ¿Deberíamos afirmar, pues, que el universo jamás ha comenzado?

domingo, 27 de junio de 2010

...then we take Berlin

Estamos en el Mitte, el centro de la capital alemana, muy cerca de las calmas aguas del Spree. Un parque arbolado nos repara del sol abrasador de un mediodía de agosto. El recorrido en silencio se ve súbitamente interrumpido por una simpática voz infantil: "Wer sind diese Männer, Oma?"
 La niña tironea con impaciencia de la mano de su abuela, curiosa por aprehender un pedazo de su historia. Ante nosotros se yergue una imponente estructura de bronce, acero y mármol.
"Estos hombres soñaron un mundo justo, un mundo mejor para todos, mein Schatz", responde la Oma embargada por una mezcla de nostalgia y orgullo.
La pequeña corre hacia el Denkmal y, con ayuda de su abuelo, se acomoda sobre las rodillas de ese hombre que fuera su tatarabuelo histórico, un señor llamado Karl Marx; y posa sus ojos sobre ese otro señor de pie, aquel que supo ser socio y compañero del manifiesto. "Schau mal!", exclama a lo lejos.
 La imagen queda congelada en la vieja Kodak de esa Oma que quince años atrás viviera de un otro lado del muro. Nosotros actuamos por imitación, congelando no sólo la imagen en nuestras digitales, sino también sus resonantes palabras. La niña sonríe, festejando nuestra complicidad.


Nada sabe acerca de los años luz que tristemente separan una ideología de la realidad.

sábado, 26 de junio de 2010

nacimientos

A 50 km. del círculo Polar Ártico, en el paralelo 66º 33' 43'' Norte, una mujer desciende de un helicóptero frente al único hospital en esa inhóspita porción de tierra nórdica de largas sombras. Se lee en el termómetro: 20 grados bajo cero. La mujer es pequeña, sus cabellos son negros, los ojos rasgados, y su piel de porcelana. Viste un Amauti colorido y lleva enormes botas rojas. Camina con dificultad hacia la puerta del hospital, como si su cuerpo pesara el doble. Está sola. Su marido, a cientos de kilómetros, cuida de la manada de perros-lobos, y enciende un fuego para pasar la noche en una tienda hecha de piel de osos y caribúes. Ella tiene miedo; pero sabe que hoy hay eclipse de sol, y eso tiene que ser un buen presagio. Entonces, el primer grito atraviesa las frías paredes del nosocomio. Ha dado a luz a su primogénito, sin saber que a la misma hora, en esa otra inhóspita porción de tierra de largas sombras, una joven bereber atraviesa con el peso de su también primer hijo en el vientre, el desierto del Sahara. Un hiyab coral cubre sus cabellos, enmarca su cara angulosa, se anuda en la barbilla, y cubre un escote decoroso. La mujer que la acompaña, su partera, lleva una gallina en manos, a la cual desplumarán y ofrendarán a la Madre Tanit, diosa de la fertilidad. Ante cada nueva contracción, presiona en doloroso silencio su colgante de ámbar en forma de triángulo. El mismo simboliza el portal que acoge a ese bebé en camino: lugar Divino del cual surge ni más ni menos que Todo.

metamorfosis

El gato duerme y yo lo miro. Imagino que sueña que es libre, que es pantera, tigre o león. Pero en la vigilia él y yo sabemos que es sólo un felino domesticado, que duerme cómodo en un sillón, que pide ser alimentado, y a veces mimado. Me compadezco y siento pena por el animal salvaje que pudo ser y no fue. Y también me culpo por eso.
Lo observo pero él no intuye mi presencia. Una luciérnaga le hace cosquillas en los bigotes. Abre un ojo, después el otro. Se intranquiliza y frunce el ceño. Se incorpora, primero una pata delantera, después la otra. Extiende su torso y se despereza, alargando el cuello como lo hiciera alguna vez su antepasado egipcio. Sus patas traseras quedan dobladas por debajo de su vientre que guarda el calor de las largas siestas del verano. La cola peluda y amarilla cuelga del sillón; ahora se mueve como un péndulo que hipnotiza. La gira de un lado a otro en señal de enojo, como acaso haría una serpiente cascabel.
Los ojos se abren en alerta, las pupilas se dilatan, y ahora me mira mirarlo. O yo lo miro a él mirarme, que a esta altura es prácticamente lo mismo. Porque a través de su mirada entiendo que en sus numerosas vidas ese gato fue yo.

llegada

Mientras el autobús atraviesa la calle de adoquines, yo lo miro todo al pasar. El semáforo obliga al vehículo a detenerse, seguido de motos y de pequeños autos modernos que no dejan de emitir bocinazos roncos. Mi compañera escucha música en el asiento de enfrente. Una monjita sentada a mi lado me sonríe, plácida. Le devuelvo una sonrisa tímida que es más un asentir que un sonreír. Luego miro al otro lado, a través de la ventanilla, como es mi costumbre. Y allí están, así los reconozco: una joven pareja en un ciclomotor negro besándose sin pudor. Él se contonea como un gato hasta alcanzar los labios de su amada, sentada detrás suyo, apoyando sus no-pequeños pechos contra su hombro. El beso dura lo que la luz roja tarda en ponerse amarilla. Y, a continuación, una palabra al oído lo desata todo, como un huracán. Ella se baja, hecha una furia. La luz vira de amarrillo a verde. El autobús arranca, pero mi curiosidad no puede evitar seguir la escena. La joven lanza el casco por el aire pesado de las dos de la tarde, haciéndolo impactar como un estruendo contra el cordón de la vereda. Y se aleja lanzando (para mis oídos) silenciosas puteadas. Él, desesperado, pone en marcha la moto y la sigue, exclamado (para mis oídos) mil y un mudos perdones.

No se podía negar. Era un hecho: habíamos llegado a Roma.

lectora

Observo los libros apilados sobre la mesita de luz: Murakami, Bolaño, Carver, Kureishi. Juego a mezclarlos: Kureishi, Carver, Bolaño, Murakami. Los comparo en tamaño y forma. Los coloco de arriba abajo y de abajo arriba. Los peso. Huelo las hojas y las letras. Acaricio sus lomos lisos y fríos. Combino los colores: ¿negro sobre azul?, ¿rojo sobre negro?, ¿naranja sobre azul? Abro el primero: 230 páginas. Paso al segundo: 143. Misma tipografía, misma editorial. El chileno se excede en quichicientas páginas, es harto evidente. ¿Qué me dicen de Carver? 157 páginas, 17 cuentos en 155 páginas más dos. Calculo: dos cuentos diarios, 8 días y medio de lectura, 20 páginas por día. Kureishi se impone: 143 páginas. Entiéndase: en una semana lo devoro (y, aclaro, lo supera en tamaño de tipografía al anterior). Hago un rápido recorrido por mi mapamundi imaginario: empezar por Oriente, en esa moderna ciudad zen llamada Tokio; seguir por las islas Británicas, recalando en Londres, la cuna del pakistaní; cruzar el Atántico con destino a los Estados Unidos de Norteamérica, llegar a Oregon, al oeste de las montañas rocosas; y, finalmente, aterrizar del otro lado de los picos nevados que separan mi tierra del vecino país andino. Suena a lindo trip, ¿no? Ojo que el de Murakami viene con fotos color: eso suma. Las examino y pienso que me gustan, sobre todo una de un primer plano de él, joven y pensativo. La novela se divide en 9 partes más el epílogo. Hago obvias cuentas mentales: diez días, a razón de un capítulo por día. Cierro el libro. Lo vuelvo a depositar sobre la pila. De arriba pasa abajo, y de abajo arriba. Y ya me mareé. Lindo modo de procrastinar, de aplazar el momento de elección de la historia que me acompañará durante los próximos días. La luz del velador los ilumina: silenciosos pero expectantes. Y pienso que qué puriosa paradoja esta, que mis hábitos de lectora tengan mucho de todas esas raras y ajenas asignaturas llamadas geografía, mecanografía, estética, matemática.