lunes, 26 de julio de 2010

potra

Había soñado con caballos. Caballos alados y multicolores, todos de igual semblante pero levemente singulares si se los observaba de cerca. Caballitos de colores y con alas, que le recordaron a los My Little Pony de su infancia. 
El suyo (que, en verdad, era una potranca) se llamaba Perla y tenía tres corazones rosas en las ancas. Pensó que Perla estaría perdida en la tropilla de aquel sueño. Su relincho no sería muy diferente del resto, pero ella sería capaz de reconocerla entre los caballos enanos. 
Vino a su memoria aquel día, veinte años atrás, en que una compañerita suya sacó una Perla de su mochila, y la exhibió ante sus incrédulos ojos. Esa imagen arruinó su recreo, y borró de un plumazo la ingenua teoría de que Perla era única en su especie. Es que ahora había otra igual: otra Perla, con su crin fucsia y sus tres corazones rosas en las ancas. Ahora Perla y ella no eran nada fuera de lo común, nada extraordinario.
Intuyó que compartir su frustración sería una pérdida de tiempo, y que todos se reirían de ella. Nadie entendería qué se siente no ser única en su especie, diferente al resto. Después de todo, las chicas suelen sentirse más seguras cuando van en tropel. Pero ella no. Ella nunca supo cómo.
Ese día, después del sueño con caballos, se entregó al silencio matinal de la habitación casi en penumbras. Un hombre salió del baño, descalzo y con el torso descubierto, vistiendo unos ajustados shorts blancos y cargando dos tazas de café con leche.
De pronto, el silencio se vio invadido cuando él le preguntó si aquel no era un día ideal para sacar fotos. ¿Cómo hacerle entender que lo que menos quería era esconderse detrás de la lente de su Nikon F3H?, pensó.
Ese hombre, allí, frente a ella, había fotografiado a una infinidad de mujeres (en verdad, modelos), incansable y mecánicamente. Cuando se conocieron, un par de años atrás, ella le había preguntado (simulando interés e ingenuidad) qué se sentía fotografiar a tantas mujeres bellas. A lo que él respondió, dando lentas bocanadas de humo, que, después de un tiempo, la belleza parecía repetirse en serie. En la superficie todo permanecía igual, todos los semblantes eran idénticos; a menos que uno se acercara lo suficiente para reparar en esos detalles  imperceptibles, delicados, sutiles, que hacen la diferencia.
Ella apoyó la taza de café en la mesa de luz, y se extendió en la cama con un suspiro que la sacó del letargo. Un brazo cubrió la mitad de su cara aún adormecida. La remera de dormir se despegó lentamente de su vientre plano. Giró sobre sí misma, mirando hacia la ventana con las cortinas a medio correr, y lució sus caderas pronunciadas. Su largo cabello castaño acariciaba la parte baja de la espalda. El se acercó por detrás, y disparó tres veces.
En la foto aparecía retratada de costado: se apreciaba la suave curvatura de su cintura, el vaivén de la cadera, el claroscuro en sus muslos suaves, y un par de piernas desnudas, eternas y caprichosamente entrelazadas.

Días después, cuando ella vió la imagen final, pudo jurar y perjurar que en la superficie de sus ancas se dibujaban tres pequeños, casi imperceptibles,corazones rosas.

lunes, 19 de julio de 2010

desolación

El hombre atraviesa una carretera del Oeste americano. En la radio de su auto suena un tema de Leonard Cohen. El  estribillo retumba cual eco en su cabeza. Sabe que de ahora en más, con sólo escucharlo, no vendrán a él aquellas imágenes de sus años jóvenes: noches de lecturas precoces de Rimbaud y Baudelaire en un francés ilegible, borracheras de vino en cartón, y chicas intelectuales de pechos pequeños que llegaban junto al despertar sexual. De ahora en más, esta canción disparará en él sentimientos diametralmente opuestos. Tararea la canción para sus adentros, mientras el viento seco empaña los espejos con la arena del desierto. Afuera, un sol naranja se derrite en el horizonte. El aire acondicionado no funciona, y maldice no haberlo llevado a reparar en su día de franco de la semana anterior. Sus manos están mojadas en sudor, así como las axilas y el torso. Emana de él un olor particular, el olor que pueda provenir de un animal herido o aterrorizado ante la inminencia del peligro. Sus ojos comienzan a nublarse, posiblemente a causa del polvo que ha entrado por las hendijas de la ventana semi abierta. Le arden, pero evita frotárselos. Sabe que la sal del desierto se clavará en su retina provocándole una úlcera, o algo similar. Lo invade el recuerdo de su maestro de tercer grado: el señor R. solía usar un parche negro en el ojo izquierdo. Decía haberlo perdido en la guerra del Pacífico. 
El hombre se esfuerza por focalizar la mirada en esa carretera despojada de autos y carteles. La noche no tardará en llegar, cubriendo con su manto oscuro la soledad intangible del desierto. De pronto, un pequeño coyote se cruza en su camino, obligándolo a presionar los frenos. Su cuerpo se zarandea de atrás para adelante, y de adelante para atrás, impactando con fuerza contra el respaldo. Gruesas gotas de sudor se pegotean en su espalda, formando una película viscosa que se adhiere al cuero del asiento. Hunde su cabeza en el volante y comienza a llorar. Desconsuelo y desolación caen junto al atardecer.

Aquella mañana, el hombre se desayunó con una noticia ajena, de las que uno suele leer en la sección policiales. Su hijo mayor  fue encontrado muerto en un motel de ruta, a cien kilómetros de donde se encuentra. Ambas muñecas y la garganta presentaban un tajo de punta a punta. Se desangró durante la noche... no pudimos hacer nada. Lo siento mucho, le habían dicho del otro lado del auricular. El hombre no derramó lágrima alguna. Ni siquiera al tener que notificárselo a su esposa. Sin embargo, no pudo evitar pensar en aquél extraño que tuvo que mover los casi 80 kilos de su hijo mayor, y limpiar el tapete, para que esa misma habitación pueda ser utilizada por otro huésped antes de las 14: hora en que se lo llevarían a la morgue local.

martes, 13 de julio de 2010

boda

Nos enamoramos en Tokio. Yo estaba allí por trabajo, como enviado del periódico para el que solía trabajar en aquel entonces, el L.A. Times. Ella, una joven actriz de teatro kabuki. Yo rasguñaba los cuarenta. Al poco tiempo decidimos contraer nupcias. Lo hicimos en Kobe, la ciudad que la vio nacer y donde se había criado. 
Mi madre y mi hermana menor vivían en Salt Lake City, y habían viajado una única vez a Los Ángeles desde que yo me mudara en mis años de estudiante universitario. Con lo cual, la mera idea de hacerlo por mi segundo casamiento (esta vez con una joven japonesa a quien casi doblaba en edad) era inverosímil. Ella estaba acompañada de su sexagenaria madre y de sus dos hermanos mayores. Uno era un prestigioso arquitecto que residía en Tokio, y el otro, gerente de una compañía de telecomunicaciones en Ottawa. El primero, casado con dos pequeños hijos: la imagen perfecta para la foto del álbum familiar. El segundo, un treintañero gay, un tanto retraído pero visiblemente soberbio. Ambos viajaron a Kobe para acompañar a su hermana, a falta de ese padre que perdieran en el terremoto de Niigata en 1964 cuando se encontraba por viaje de negocios. Mi esposa solía tener pesadillas con la imagen del cuerpo de su padre cubierto de polvo y escombros; un padre al que sólo conoció por fotos (ya que ella tenía apenas tres años al momento de su deceso). 
La ceremonia se realizó en un templo budista (yo no tenía inclinación religiosa alguna, así que por ello recibí la bendición zen). Y luego todos nos reunimos en una elegante casa de té aledaña, rodeada de un maravilloso jardín de orquídeas con un estanque de peces de colores. Las camareras sirvieron sake y deliciosos manjares, mientras que un quinteto de cuerdas nos regaló melodías clásicas. Mi flamante esposa vistió un kimono de lujo con un obi semejante a una mariposa. Y una brillante hebilla de flores brillante sujetaba su cabello negro-azulado. La recuerdo como si fuese ayer: una belleza simple y definitiva. Entablé una charla frívola con el hermano homosexual que evitaba al mayor (por motivos que podrán fácilmente inferir), y a la madre de ambos, una mujer rígida y de pocas palabras. 
Mientras tanto, los niños corrían por el parque y alimentaban a los peces gordos y coloridos. Y en cuanto a mis amigos compatriotas (un par de cuarentones escépticos, arrojados a la periferia de cualquier acto romántico), encontraron grata compañía en dos geishas que debían de ser (a decir de ellos) experimentadas en el arte del amor. 
Sin embargo, ni la una ni la otra les reveló el menor indicio. Supongo que ni la más geisha de todas las geishas del mundo puede decir algo certero respecto a ese sentimiento tan inefable como indecible. ¿Qué nos queda al resto de los mortales, pues? A pesar de esto, esa vez, bajo un cielo oriental, celebré un acto de fe: mi segunda boda con una mujer a la que amaba.

lunes, 12 de julio de 2010

punk

Es de noche. Y, desde mi ventana del tercer piso, la desierta capital inglesa se me antoja una película muda que se repite hasta el hartazgo. La curiosidad y el aburrimiento me arrojan a las calles del Soho, en busca de algo que me desvele, que me ocupe. Son las diez y cuarenta, y el frío polar de dos, tres grados bajo cero, cala hondo en mis huesos. Ha terminado la última función de cine y no hay ni un alma sajona en las calles. Sólo un par de asiáticos, que van o vuelven de sus trabajos en algún restaurante del Chinatown. El viento del Mar del Norte rasguña sin pudor mi rostro, cada vez más sonrojado y entumecido. Los labios, los pómulos, la nariz, las manos, y las uñas me duelen del frío, a diferencia del resto del cuerpo que mantiene la temperatura ideal debajo de dos sweaters de frisa, un gamulán que compré días atrás en Camden Market, y medias de lana debajo de mis jeans made in Buenos Aires.
Camino por Charing Cross y antes de llegar a la esquina de Old Compton Street, un humo espeso mezcla a marihuana y tabaco, el olor a cerveza rancia, risas histéricas, y acentos diversos que varían entre el francés, el rumano y, quizás, el inglés yanki, me hacen detener frente a un antro de música de garaje y bebidas baratas. El sopor del lugar me da la bienvenida salvándome de la ola helada que se derrama sobre una ciudad somnolienta y olvidada. Es vox populi que el interior “noche-bar” no tiene estaciones ni temperaturas. La estación es el aliento mismo de las bocas, el sudor y el olor de esos cuerpos que se buscan, se enciman, se rozan, se exhiben, se reconocen, se atraen. El espacio hermético y a medio iluminar en el que me encuentro me redime del frío callejero de dos, tres grados bajo cero, y entonces comienzo a mudar de pieles hasta quedarme en remera de mangas cortas. 
Me escabullo en el antro, chocando a esos extraños que se me hacen necesariamente familiares, incluso extensiones de mi propio cuerpo que lentamente va retomando su pulso vital. Agradezco su presencia, la celebro, brindo por ellos, brindo por todos nosotros. Voy tambaleándome entre la gente en dirección a la barra, allá a unos metros de distancia. ¿Qué usted quiere?, me pregunta la barwoman, tatuada desde el nacimiento del cuero cabelludo hasta el mentón. El lado izquierdo de su rostro íntegra y soezmente dibujado. Pido un trago transparente on the rocks    – pudo haber sido gin o vodka– que tomo sin prisa entre extranjeros, locales, punks, rockeros, algún que otro grunge, y góticos cuarentones. De fondo aúlla una banda de amateurs. Necesito ir al baño. Y me vuelvo a abrir paso entre la extática muchedumbre que se mueve categóricamente al ritmo del punk rock local.
Desciendo al subsuelo por la escalera estrecha, dejando atrás la música y la euforia. Dos puertas sin distintivos me llevan al baño. El olor agrio que emanan las paredes mojadas se mezcla con un embriagador aroma a patchouli. Contra la mesada del lavatorio, dos cuerpos femeninos se baten a duelo por el espejo. Entro al cubículo, sin poder cerrar por completo la puerta que no tiene pistillo ni picaporte. La sostengo, pues, con mi mano derecha, mientras me bajo el jean, haciendo malabares con mi cabeza gacha. Arrojo al piso el gamulán y los puloveres. Entonces me sumerjo en la lectura de los graffitis tatuados de este lado de la puerta. Y leo (con el eco de Lennon al oído): La vida es aquello que sucede mientras estás ocupado haciendo otros planes.
Luego, entre risas y besos, entra una pareja un tanto despareja (según la imagen que me devuelve el espejo que puedo ver a través de la rendija de esa puerta que se encapricha en abrirse). Él es un punk que acusa unos veintitantos, sólo que ha dejado olvidada la cresta multicolor en su loft okupa. Tiene el pelo fino y lacio, tirado hacia atrás, forzándolo en una cola de caballo que le llega a los hombros. Viste ajustados pantalones negros que acentúan aún más sus piernas desgarbadas, un buzo negro descolorido con pitucones, y borceguíes enormes que desentonan con el resto de ese cuerpo alto y lánguido. Me olvidaba de su piercing en forma de alfiler de gancho que, sin decoro, decora su oreja izquierda. Dije despareja porque ella, la chica del punk   – que se me antoja unos cinco años mayor que él – viste un impecable traje negro de oficinista (que seguramente ha comprado en Selfridges, no en Harrods), altísimos tacos de charol, y una ajustada camisa blanca de cuello Mao, abierta hasta el nacimiento de sus pechos pequeños. Sólo en Londres, me digo.
La chica del punk apoya su cuerpo menudo sobre el de él, cuya espalda descansa sobre la pared de azulejos. Dos cuerpos desiguales que unen sus desiguales lenguas en un beso fugaz, superficial, travieso y negligentemente punk. Espío por la rendija ese aliento que no huelo, y que destila a cigarrillo y whisky, chicle de menta, y una lujuria que añoro. Salgo del cubículo y la pareja me sonríe a destiempo, con labios cerrados. Me mojo la cara mientras ella ocupa el cubículo que acabo de dejar. El punk se para a mi lado y me pregunta, con un encantador acento manchesteriano de aliento a alcohol: –¿Gustas tú de la banda? Sin cavilar le miento. Le digo que sí. Que me agrada.
(Pienso, sinceramente, que el punk es ese tipo de música que cualquiera de nuestra generación destaca y asegura admirar. Pero, honestamente, ninguno de nosotros escucharía un disco de punk de cabo a rabo, joder! Al menos nos consuela saber que los temas no duran más de cuatro minutos. Sucede al igual que con los malos cuentos. Jamás serán memorables, pero al menos son eso: cortos.)
Y el calor se convierte ahora en mi enemigo solapado. Entonces lucho por salir de esas cuatro paredes, subir los angostos escalones regados de vómito y bilis, para así atravesar el antro de rock de garaje lo más rápido posible, mientras vuelvo a mudar de pieles. Una vez abrigada, me veo arrojada a la calle. La música punk ya se ha ido, pero en mis oídos sigue aullando con delay. El frío de dos, tres grados bajo cero, no tarda en hacerse sentir, y el viento nórdico me ametralla la cara. No lo dudo. Paro un taxi.

domingo, 11 de julio de 2010

cazar

Arribando alicaídos al amanecer, avistamos arcaicas aves autóctonas. Batiendo brisas, bellas bandadas blancas cabecearon crispadas crestas coloradas. Cayeron ceñudas cinco, cincuenta, cien cigüeñas cazadas. Dieciséis días después, en el encendido este, focalizamos fallecientes flamencos. Gimiendo guturales graznidos, huyeron heridos hacia helados hábitats. Imagino invadirán irrisorias islas. Jerárquicamente, juntamos jurásicos jabalíes kilometrando Kabul. Las lacerantes lanzas localizaron libertinos linces lamiendo libaciones. Mis mordaces manos masculinas mataron mancebos, neo natos, nociva, neciamente, obscenamente. ¡Oh! Obedientes, obcecados, ofreciéronse. Pacientemente, presagié preciadas presas. Perseguí precoces pumas: príncipes poblando planicies prístinas. Quejumbrosos quisieron resistirse. Rehuyeron recelosos, rugiendo recias respiraciones. Sentí sus suplicios, saciar sus sedes salvajes, soberanas. Silencio sepulcral. Taimados tigres, temiendo traicionarme, usurparon una urbe vecina, velozmente. Vacilé y vocee, "¡Vengan voraces, vuélvanme victorioso!" Vencedor, vitoreando “William Wallace”, whiskée xilofoneando xenófilos Yugoslavos.  Yeguas y yaguaretés yacían yuxtapuestos. Y yo, zigzagueando zonzamente, zapatée zurras zumbando zurubíes.


sábado, 10 de julio de 2010

b.a. (en 100)

Hay un rincón de esta ciudad que se me aparece en sueños. Donde se escucha el silencio en medio del bullicio, y un edificio en forma de cubo mágico y lleno de libros, le da sombra.
Hay una esquina por la que Borges no se atrevió a pasar. Y yo tampoco. Hay un jacarandá enorme en medio de la avenida, que regala flores en primavera y cobija perros en invierno.
Hay un bar en la calle de los cines y teatros donde se pide café con leche y medialunas, y donde hay billar y caña para los visitantes de noches estrelladas.

lunes, 5 de julio de 2010

haikuserotico

Hoy me desperté
con muchas ganas tuyas
entre mis piernas.

Es que vos siempre
te vas antes de tiempo
es decir, nunca.

Entonces llamás,
despertando el deseo
que en pausa dejás.

jueves, 1 de julio de 2010

moura/catania

ya no hay más dioses. Los míos propios se han ido todos. Y no han dejado más que reflejos débiles de aquello que alguna remota vez supieron ser. Espejismos que se desnudarán en sueños, de noche, cuando vuelva la ansiedad y el deseo. Entonces me miraré al espejo, y mi imagen se apagará lentamente. Imagino mi boca desdibujarse en el silencio, y un cuerpo que quiere pronunciarse, ignorando que ya no está, que ya no es. Mi canto se perderá en la niebla y, agotado, se rendirá ante el reflejo. Cuando la ausencia me bese los labios, sabré seguir la ruta que pasa como un remolino, incansable e indefectiblemente. Me convertiré en viajero errante, seré un gitano. Y, junto al mar, celebraré aquel ritual pagano, sabiendo que mis propios dioses ya no están, que…

melero/catania

Juguemos a la escondida, ¿dale? Yo entro en la sala y camino a oscuras hasta encontrarte. Me tropiezo con los juguetes de cuando vuelvas a ser niño. Me acomodo entre ellos, les doy cuerda, y los siento funcionar. Ese “prrrr prrrr”, ese “chhh cchhh”, ese "pum pam pim" vuelve a resonar. Y reviso tus cuadernos, cuyas invisibles páginas doy vuelta entre mis dedos. Pienso que siempre quise entrar en tus cosas, que siempre quise estar entre ellas, como ahora. Y vos todavía escondido (y fatal) me esperás. Busco tu libro, aquel que contiene los secretos del mar. Lo abro y libero el rumor de las olas. Pero lo dejo en su lugar, y te vuelvo a buscar. Camino sobre notas olvidadas, que leer no puedo, pero que,  colgadas como en un pentagrama, me llevan hasta donde escondido estás.

ego

Estar llena de falta de signos de puntuación, como en un manuscrito de Kerouac (sin puntos ni comas, ni puntoycomas), donde las palabras bailan en un fluir errático sin accesorio alguno. A veces, estar plagada de comas: abusar de ellas a riesgo de desdeñar los puntos finales. Entonces, optar por los puntos suspensivos como cuando suspendida en el aire... pero ¿generar suspenso? No creo ¿O sí? Quizás. Me engolosino con signos de pregunta que expresan 10% de ingenuidad, 70% de curiosidad y el resto de ironía, acompañados, según sea la ocasión, de los enfáticos signos de exclamación. Por momentos, estos se suceden solos, uno detrás del otro, como en fila - sólo que es una que lejos está de trazarse con regla -. Ellos más bien eligen su propio orden y espacio. Caóticos, coloridos, caprichosos, enardecidos, extáticos, entusiastas. Y de repente, sin previo aviso, el tan temido (pero menesteroso) punto y aparte. Ese que corta la respiración como un hachazo cuando te toma desprevenido. Suele disfrazarse de barra si elige jugar con la música y la poesía, arrojando entonces esa última palabra tras la pausa: metáfora del adiós. Regalarle paréntesis (mas nunca corchetes) a mis múltiples voces a modo de hogar donde resguardarlas de lo externo. Estos aclaran oscureciendo – para algunos – y oscurecen aclarando – para tantos otros–. Pero no dejan de escaparse, ansiosos, de mi garganta y, a veces, de mis manos apuntando a la hoja en blanco.