jueves, 28 de octubre de 2010

entrega

Cuando él estuvo a punto de alcanzarle el billete, ella le estampó una cachetada. Así: de prepo y de lleno en su mejilla derecha, la cual quedó roja no tanto del dolor sino de la vergüenza. No era la primera vez que lo hacía, pero en esa ocasión él supo entender el motivo. Agachó la cabeza y miró hacia el piso damero del patio trasero. No pudo verla derramar una lágrima. Acto seguido, colocó el ahora arrugado billete en el bolsillo de su delantal blanco. Ella apoyó su mano sobre la de él, casi sin querer, y en un acto reflejo -uno que repetimos todos sin saber nunca bien por qué- se aseguró que los cien pesos estuvieran a salvo. Luego, le acomodó el cuello de la camisa y simuló plancharlo con el calor de sus manos. Probó los botones de nácar: estaban bien. Excepto uno de los ojales que era más chico, por lo cual debió usar la tijera que sacó del otro bolsillo. Extendió los brazos del hombre y con su palma recorrió las costuras. Rozó sus costillas, y al sentirlo tan débil e indefenso, se sonrojo. Él, anticipándola, giró. Ella calculó el largo y el ancho de la espalda y, finalmente, le quitó la camisa. Colocó la camisa blanca en la bolsa de nylon, se la entregó y se dio media vuelta. Los brazos de él estrangularon su cintura. El mundo se salía de su eje y dejaba de girar por un segundo. Y, a esta altura, ya poco quedaba por hacer o por decir.

el regreso

"Los vagos de la estación dicen que volvió al pueblo, che, pero, ¿dónde carajo se metió el Ñato, ese mismísimo hijo de puta?" La pregunta de Cáceres se respondió por sí sola un par de minutos después. Fue cuando la puerta de madera y vidrios repartidos se abrió, dejando entrar la ola de calor y humedad junto con la llegada del Ñato Etchesortu. Entonces el silencio se hizo presencia en el bar del Hotel Colón. Sólo el chirrido del viejo ventilador de techo tenía algo que decir. El escribano Mencía demoró más de lo habitual en guardar los billetes en su bolsillo trasero: quería presenciar ese acontecimiento en primera fila. Los vagos del pueblo, sentados contra el ventanal, aplazaron la siguiente tirada de dados, dejando que el Osvaldo se llevara las apuestas del día. Ismael, en un acto mecánico, sacó la ginebra y un vaso de los nuevos de debajo del mostrador. Los otros vagos, los mensajeros, simularon una muda y ridícula conversación entre ellos. Hasta el perro zarco que lo había seguido desde el playón de la estación, apoyó el hocico frío contra la puerta a la espera de novedades. El Ñato se sacó el sombrero y caminó con la cabeza  gacha hacia el baño, al final del pasillo, no sin antes saludar con una seria reverencia a Ismael. Este le devolvió el saludo mientras servía la ginebra con tónica. Cuando la puerta del baño de hombres se abrió, el bar del Hotel Colón volvió a una forzada normalidad.

lunes, 25 de octubre de 2010

desfallecer

-       ¿Ella dormía?
-       Sí, plácida pero enardecida, sonrojada. Susurraba, desnudándose en sueños.
-       ¿Entonces?
-       Perdí el equilibrio, dejé de sentirme afable, seguro…
-       ¿Seguro de?
-       De su amor.
-       ¿En ese preciso segundo?
-       Sí, aunque pudo ser antes. Algo en ella se perdió, se evaporó angustiosamente en el éter. Se desvaneció sutilmente, sin previo aviso, sin advertencia alguna.
-       Sí, siga…
-    Dudé de ella, de sus sentimientos. Presentí su desamor, sufrí encarnizadamente su abandono, sometiéndome a su desamparo. Deduje su desinterés, padecí su sádico egoísmo, pené su distancia, desconfié de su presencia entera.
-       Ajá…
-    Antes supe dejarme seducir, entregándome a sus enfermizos encantos. Aprendí a ser esclavo de su déspota pasión, adicto a su desalmado espíritu, adorador de sus peligrosos secretos dormitantes.
-       Es entendible.
-       Pensé seriamente en suicidarme, en desaparecer antes de dejarme devorar por sus  enredados artilugios. Debería decir, asimismo: antes de dejarme engullir por su pétrea ausencia.
-       ¿Pero?
-       Sentí escalofríos, asco. Adolecí de espanto ante dicho desenlace.
-       Entiendo, ¿pero sintió pena? ¿Piedad? ¿Por ella?
-   Piedad de ella, sí… puede ser. Pero debía seguir adelante, debía salvarme de su soberana existencia sin sosiego.
-       ¿Entonces?
-       Entonces sentí enorme poder. Súpeme dueño, amo, señor. Ella dormía apaciblemente. Su débil aliento se evaporaba en el aire, su desnudez apremiaba, su siniestra aura surcaba el espacio en derredor, su espalda se derretía en aterciopelado sudor.
-       Sí, siga, diga…
-     Empuñé el arma. Sin dudarlo, penetré su suave piel satinada, despojada de peso alguno. Socavé sus entrañas, poseyéndola soberbiamente. Saboreé sus entrelazadas, eternas extremidades. Suspiré sobre su sensual silueta...
-       Sí, ¿después?
-    Acarició el arma su encendido pubis, palpó sus deseosas profundidades, dibujó sin decoro alrededor de su exuberante escote. Ella alunizó en penumbras, deshaciéndose en palabras de desvergonzado placer. Puncé su pavoroso sexo, desgarrándolo en éxtasis adormecido.
-       ….
-       Entonces, en el silente disparo, ella se acabó.