domingo, 28 de agosto de 2011

10.

"No hay en todo este cuento una oración que vaya a pasar a la historia literaria, señorita. Lo siento mucho".

9.

"...como pasó con las gemelas Deodinda y Teófila, ¿te acordás?, a quienes vieron caminar por el pueblo cuando todos las daban por muertas, bien muertecitas".

8.

No creo que se llame Esther,más bien tiene cara de Elena o Etelvina; pero que es con “E”, de eso estoy tan seguro como que me llamo Ernesto.

7.

Ambas mujeres tendidas boca arriba en la arena lucían, pesadas y orgullosas, sus vientres sietemesinos.

6.

“Escribo para decir lo indecible”, dijo Alejandra Pizarnik o Clarice Lispector, o ambas.

5.

Cada seis meses, llegaba el mensajero de malas noticias; se lo distinguía de lejos por su no-prisa.

4.

“A qué velocidad iban, no podría precisarlo, señor oficial; pero las ruedas del sulky del paisano amigo parecían volar”.

3.

El gato vuelve a casa de madrugada con la boca llena de plumas.

2.

Sentí que me tocaban suavecito en la espalda; cuando me dí vuelta el fantasma se reía de mi (incredulidad).

1.


Bastó una simple llamada de Dios para que la luna se eclipsara con el sol.

jueves, 24 de marzo de 2011

arma poesía (en mi heladera)

Corazón, tus ojos esconden soledad.

Sentir que fui esta solitaria sombra...

Tu cintura estalla como una frágil paloma.

Y en negro fuego, acaricio mis plumas.

Brilla la luna con luz de acero.

No quiero el vacío del tiempo.

Absurda, huyo de tu cuerpo.

Verano: y creo que la quiero.

Tenerte me llena de miedo.

En un instante de tu vida, vive el milagro.

Solo, sin respiro, sigo una danza de blanca espuma.

Tan débil mi piel en tus brazos, amor...

La breve brisa se lleva un enero.

Miro como la noche, oscura, ilumina el deseo.

miércoles, 23 de marzo de 2011

de ciego y de sordo

A dos metros de distancia, detrás suyo, en un asiento individual contra la única ventanilla cerrada, me encuentro yo, disimulando la fiebre y la ansiedad. La observo detenidamente, como si se tratara de una de esas tardes húmedas en las que solía regalarme la imagen de su espalda desnuda, sentada al borde de la cama. El cuello largo, blanco, altivo, digno de un Modigliani, caprichosamente despojado de ropas a pesar de la brisa matutina que se cuela a través de las ventanillas abiertas. Las orejas pequeñas, pequeñísimas, como si pertenecieran a la niña que fue y que no conocí, y el cabello rubio ceniza a medio atar, luchando contra la ráfaga que levanta un camión al pasar. Poso mis ojos en la mosca que se empecina en aferrarse a la piel de aquel hombre extrañamente familiar, que se me antoja un tanto canoso, ya entrado en años, opacado por el hastío, o más bien entregado a las pérdidas (tal como lo describiera ella la noche en que nos conocimos).
Ella acaricia esa amada mano que espanta la mosca - que vuela hacia mi lado que se transforma en heraldo que trae un negro y siniestro presagio. 
Mastico fuerte, aprieto los dientes, callando mis ilusiones, mis penas, y mis mil y un reproches. Simplemente me dispongo a contemplar la escena, como testigo sordo y mudo que soy. Es la primera vez que lo veo a él, y lo descubro tal cual ella me lo revelara, como si sus palabras lo hubieran dibujado a la perfección. Por años jugué, con soberbia, a mirar a través de aquel par de ojos a los cuales no les fue permitido ver, pero maldije aquel sentido que le fuera dado por partida doble: el tacto. Me resigné, pues, a no acariciarla como lo hacía él, con la intensidad y el asombro propios de aquella fuerza que se encuentra potenciada por defecto, ya que es sabido que por aquello que se nos quita, se nos promete un don gratuito. Entonces, hice un pacto con un no Dios, con el fin de absorberla ante la mínima mirada, devorarla y congelarla en mi retina donde ella pudiera admirar su propio reflejo, tristemente olvidado en los ojos de aquel otro hombre.
En este momento, ella (inmóvil, imberbe, imperturbable, paradójicamente impoluta e inmaculada) ignora mi presencia, pero su cuello erizado y la rigidez de su postura, intuyen mi mirada espía. Con el tiempo he aprendido a ver más allá, y a decodificar los signos de un cuerpo que habla, que teme, y que ama. 
Noto cómo la mano de él se deja caer suavemente sobre la de su mujer, y en ese terreno de pieles que sienten tanto como ven o hablan, no tengo autoridad alguna. Se reconocen sin mirarse, reafirmando y justificando, una vez más, porqué van hacia donde van. Yo también lo se y, por ello, quise ser testigo de este último peregrinaje. Simbólicamente, el vuelo de la mosca en el revelador y frío eter, ilustra un final anunciado. Los observó con cierta desfachatez, aferrándose a esos últimos minutos de vida antes de un adiós que, desde mi ausente cercanía, festejaré en ese silencio con el que me fue dado cargar en esta vida.

nacer

Ojos grises y pestañas larguísimas. Igual a las del padre. La nariz puntiaguda, herencia materna. Escaso pelo en la cabeza, esa pelusita brillante. El llanto como el de un gatito bebé. Su cuerpito aún rosado, y su temperatura tibia: regocijo en mi regazo.

- ¿Horario de nacimiento? – 23 horas

- ¿Peso?- 3, 500 Kg.

- ¿Medida? - 44 cm

- ¿Parto? – Natural

- ¿Nombre?- Ana Victoria.

dadá II

Príncipe
Felicidad buena
Atardecer vivo
Famosos música
Antes mundo sur

dadá

Melancolía manía
Promesas leyenda

Noche de verde felicidad
Dios misterio
Juego caballero…


horror

alejandra

He tenido muchos amores –dije- pero el más hermoso fue mi amor por los espejos (Alejandra Pizarnik)

¡Ay, Alejandra! Yo, al igual que vos, no recuerdo cómo ni cuándo nació mi fijación por los espejos. Se que tuvo diferentes momentos. Pasó de la etapa hedonista adolescente a huir asustada de la propia imagen, hasta alcanzar su antípoda de la madurez que responde al mandato socrático “conócete a ti mismo”. Pienso en esa terrible manía de buscar en mi reflejo alguna pista acerca de mi yo. ¿Yo soy…


… mi boca?  Señal de pieles recorridas con labios y saliva, de texturas, sabores y formas de manjares deliciosos que se aglutinan en ella toda. Puerta de salida de la Palabra, de invocaciones, versos, susurros, suspiros, sonrisas, gemidos y jadeos que provienen de mi garganta, ronca y oscura. Pero también vía de escape de plegarias, lamentos, quejidos y sollozos, hasta abandonarse en el más puro silencio donde dejarse decir.

… mis orejas? Guarida de secretos que huyen y confesiones que vienen a quedarse; de voces que impactan por vez primera o regresan como el rumiar del viento; de ecos que resuenan presencias y ausencias; de músicas antes jamás oídas y por siempre amadas. Pero hueco también de la herida que se clava como un cuchillo en la memoria, del vértigo, del desequilibrio, y de la muerte que nos murmura al oído.

…mis manos? Santuario donde percute lo que pasó, lo que pasa, y lo que pasará. Cuna donde ha dormido la sal del mar, la savia de las hojas, la delicada gota de lluvia, el sudor de la mano amiga, el cosquilleo de la pluma, el lomo peludo de mis gatos, así como los sueños y las esperanzas todas.

… mi cuello? El tótem familiar, donde las historias vividas y sangradas se repliegan en cada vértebra. Donde se estrangulan los miedos, los caminos andados y desandados, las desdichas, los desencuentros, las cargas, las fuerzas, y las nadas. La reminiscencia y el recuerdo de ser quién fui y quién vengo siendo desde ayer y desde hace siglos, inexorable e insalvablemente.

…mis mejillas? Senderos por donde resbalan las mil y una lagrimas mudas. Peñascos que se elevan ante las mil dos carcajadas furtivas. Muralla donde se astillan besos y mordidas, pero donde también impacta la palma de la mano o ametralla el tornado ante la soberbia, el orgullo, y la ira.

…mi piel? Mapamundi de pliegues, de formas cóncavas y convexas que responden al contoneo del tiempo y el espacio. Tela que recubre cavidades que son huellas hechas de luces y sombras, y variados claroscuros. Metros de varios deseos mudos, y otros cantados; de fisuras y desgarraduras que conforman rostros y nombres. Surcos donde la noche desanuda su bagaje.

… mis ojos? Persiana de intimidades que se revelan a media luz. El vaivén de un gong que va de la candidez y la transparencia, a la más pavorosa, aun genuina, extrañeza. Islas gemelas donde encuentra hogar el alma del otro, pero donde también naufragan las esperas y las angustias. Ventana que abre de par en par las infinitas posibilidades del ser.

martes, 25 de enero de 2011

la discípula

Ella sostenía que era (sí) su mejor discípula. Ella: la quinceañera narigona de rulos cobrizos. La judía, la que se había mudado al departamento de al lado menos de un año después de que él enviudara y volviera a la ardua tarea de instruir burros con aspiraciones de Mozart. La hija del joyero y de la modista: la hija única, retraída, solitaria y aburrida del joyero y de la modista judía que habían llegado a Viena de tierra adentro, cruzando el Volga. 
Cuando empezaron con las clases de piano, ella y esa terrible costumbre de dejar caer su cuerpo groseramente al borde del taburete de madera, lo sacaron de quicio. Esa chica era enorme, tosca, de muslos redondos y gestos masculinos. Cualquiera en la calle la hubiera confundido con una italiana del sur, con ese audaz menear de caderas (que lejos estaban de la sensualidad) y  la indecente explosión de sus pechos.
Él se empecinó en corregirla: desde la postura al sentarse hasta el movimiento de sus manos torpes sobre las teclas. Enderezó su mentón, lo que le confirió un aire de importancia y nobleza que ella, hasta ese entonces, carecía. Respecto a la técnica, hizo lo que pudo a fuerza de puntero y disciplina estricta. Ambos sabían que, siendo huérfana de talento natural, sólo restaba la determinación, la voluntad y la disciplina. Ella escuchó esta palabra por vez primera en boca de él. Y la repetía todas las noches antes de irse a dormir. Técnica y disciplina. Estudio y perfeccionamiento. Práctica continua para pulir el arte como si tuviera un cincel y un martillo en mano. Incontables horas de calentar el traste en la silla. Y en dos años, estaba cerca a lo que podría considerarse un desempeño medianamente satisfactorio. Pero ella decía, entre quienes la conocían y a sus espaldas, que era(sí), sin dudas, su mejor discípula. 
Nunca se lo confesó a él, pero en verdad odiaba el piano. Empezó por obligación y continuó asistiendo a las clases por inercia o por aburrimiento, vaya uno a saber. Nunca se quejó ni chistó. Aguantó la presión y la humillación con un estoicismo envidiable. Esa chica sí que tenía la terquedad y la perseverancia de un animal de carga. Esto a él le repugnaba y le fascinaba en igual proporción. Podríamos decir que, cuanto más insistía, peores resultados obtenían. Pero ella siempre volvía al día siguiente, a por más. Fue, probablemente, su mayor desafío en vida, no sólo como instructor de piano, sino como persona. E incluso, por momentos, se dejó embargar (muy a su sorpresa) por un sentimiento cuasi paternal de orgullo.

Hasta que una tarde gris y nefasta, los hombres de uniforme verde irrumpieron en aquel edificio de la pintoresca Annagasse. Abrieron las puertas con violencia calculada, generando llantos de pánico entre las mujeres y los niños. Aún sin entender bien qué sucedía, el pavor se dejaba respirar en los pasillos. Él insistía con la sonata en F menor de Brahms cuando ella, su discípula, de la mano de su madre, fue forzada a salir del edificio. No la escuchó gritar ni emitir sonido alguno. Sus ojos se encontraron, por última vez, con los de ella a través de la pequeña ventana de la puerta. Paradójicamente, en su mirada infantil no se leía miedo, sino resignación. Él nunca llegó a despedirse.