martes, 25 de enero de 2011

la discípula

Ella sostenía que era (sí) su mejor discípula. Ella: la quinceañera narigona de rulos cobrizos. La judía, la que se había mudado al departamento de al lado menos de un año después de que él enviudara y volviera a la ardua tarea de instruir burros con aspiraciones de Mozart. La hija del joyero y de la modista: la hija única, retraída, solitaria y aburrida del joyero y de la modista judía que habían llegado a Viena de tierra adentro, cruzando el Volga. 
Cuando empezaron con las clases de piano, ella y esa terrible costumbre de dejar caer su cuerpo groseramente al borde del taburete de madera, lo sacaron de quicio. Esa chica era enorme, tosca, de muslos redondos y gestos masculinos. Cualquiera en la calle la hubiera confundido con una italiana del sur, con ese audaz menear de caderas (que lejos estaban de la sensualidad) y  la indecente explosión de sus pechos.
Él se empecinó en corregirla: desde la postura al sentarse hasta el movimiento de sus manos torpes sobre las teclas. Enderezó su mentón, lo que le confirió un aire de importancia y nobleza que ella, hasta ese entonces, carecía. Respecto a la técnica, hizo lo que pudo a fuerza de puntero y disciplina estricta. Ambos sabían que, siendo huérfana de talento natural, sólo restaba la determinación, la voluntad y la disciplina. Ella escuchó esta palabra por vez primera en boca de él. Y la repetía todas las noches antes de irse a dormir. Técnica y disciplina. Estudio y perfeccionamiento. Práctica continua para pulir el arte como si tuviera un cincel y un martillo en mano. Incontables horas de calentar el traste en la silla. Y en dos años, estaba cerca a lo que podría considerarse un desempeño medianamente satisfactorio. Pero ella decía, entre quienes la conocían y a sus espaldas, que era(sí), sin dudas, su mejor discípula. 
Nunca se lo confesó a él, pero en verdad odiaba el piano. Empezó por obligación y continuó asistiendo a las clases por inercia o por aburrimiento, vaya uno a saber. Nunca se quejó ni chistó. Aguantó la presión y la humillación con un estoicismo envidiable. Esa chica sí que tenía la terquedad y la perseverancia de un animal de carga. Esto a él le repugnaba y le fascinaba en igual proporción. Podríamos decir que, cuanto más insistía, peores resultados obtenían. Pero ella siempre volvía al día siguiente, a por más. Fue, probablemente, su mayor desafío en vida, no sólo como instructor de piano, sino como persona. E incluso, por momentos, se dejó embargar (muy a su sorpresa) por un sentimiento cuasi paternal de orgullo.

Hasta que una tarde gris y nefasta, los hombres de uniforme verde irrumpieron en aquel edificio de la pintoresca Annagasse. Abrieron las puertas con violencia calculada, generando llantos de pánico entre las mujeres y los niños. Aún sin entender bien qué sucedía, el pavor se dejaba respirar en los pasillos. Él insistía con la sonata en F menor de Brahms cuando ella, su discípula, de la mano de su madre, fue forzada a salir del edificio. No la escuchó gritar ni emitir sonido alguno. Sus ojos se encontraron, por última vez, con los de ella a través de la pequeña ventana de la puerta. Paradójicamente, en su mirada infantil no se leía miedo, sino resignación. Él nunca llegó a despedirse.