jueves, 28 de octubre de 2010

entrega

Cuando él estuvo a punto de alcanzarle el billete, ella le estampó una cachetada. Así: de prepo y de lleno en su mejilla derecha, la cual quedó roja no tanto del dolor sino de la vergüenza. No era la primera vez que lo hacía, pero en esa ocasión él supo entender el motivo. Agachó la cabeza y miró hacia el piso damero del patio trasero. No pudo verla derramar una lágrima. Acto seguido, colocó el ahora arrugado billete en el bolsillo de su delantal blanco. Ella apoyó su mano sobre la de él, casi sin querer, y en un acto reflejo -uno que repetimos todos sin saber nunca bien por qué- se aseguró que los cien pesos estuvieran a salvo. Luego, le acomodó el cuello de la camisa y simuló plancharlo con el calor de sus manos. Probó los botones de nácar: estaban bien. Excepto uno de los ojales que era más chico, por lo cual debió usar la tijera que sacó del otro bolsillo. Extendió los brazos del hombre y con su palma recorrió las costuras. Rozó sus costillas, y al sentirlo tan débil e indefenso, se sonrojo. Él, anticipándola, giró. Ella calculó el largo y el ancho de la espalda y, finalmente, le quitó la camisa. Colocó la camisa blanca en la bolsa de nylon, se la entregó y se dio media vuelta. Los brazos de él estrangularon su cintura. El mundo se salía de su eje y dejaba de girar por un segundo. Y, a esta altura, ya poco quedaba por hacer o por decir.

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