lunes, 2 de agosto de 2010

recordatorio

Hoy mi mejor amigo me desayunó con la siguiente noticia: Esta noche me largo de casa. Así, sin demasiado preámbulo, me lo vomitó antes de mi jugo matinal de naranja y jengibre.
Mientras me sumergía en el vapor de la ducha, rebobiné mentalmente sus palabras a través del tubo del teléfono. Mi mejor amigo es esa clase de persona que todos, en algún momento, soñamos ser. Aquél en quien todos quisimos convertirnos alguna vez, allá y hace tiempo. Es imposible no envidiarlo, pero no conozco a nadie a más de quinientos quilómetros a la redonda que haya tenido palabras adversas hacia él, que lo haya criticado u odiado. Que sea tan perfecto, lo hace, paradójicamente, in-odiable.
Mi amigo tiene cuarenta y pico, dirige una importante editorial, y en sus tiempos libres escribe novelas y cuentos cortos. Está casado con una mujer cinco años menor que él, a quien conoce desde que los veintipico y con quien tuvo dos hijos: una nena y un varón que se llevan tres años. Y me estoy olvidando del perro labrador que completa el cuadro familiar con marco dorado. Estamos a años luz de negar que ambos, marido y mujer, hayan disfrutado de los placeres terrenales, entregándose a los viajes alrededor del mundo en la treintena, previo intercambio de votos matrimoniales. Tras estos, ella dejó (a pedido expreso de él) su puesto de asesora en una multinacional para dedicarse a las tareas domésticas, la crianza de los niños y los beneficios con pollera del dolce far niente.
Mi mejor amigo es esa clase de hombre que jamás se voltearía a mirarle el culo a una mujer en la calle; y jamás, en lo que me consta, manifestaría deseos de acostarse con otra que no sea su propia esposa (aunque oportunidades ha tenido de sobra). Es esa clase de tipo que pierde con caballerosa humildad un partido de tenis (algo que raramente ocurre) e invita una ronda de cerveza al grupo. Se puede dar el lujo de conducir un convertible en el verano abrasador de las calles de Miami, así como de escaparse a su chacra esteña en pleno invierno porteño gris, húmedo y neurótico. Paga sus impuestos religiosamente y contribuye con cuanta acción filantrópica o ecológica caiga en sus manos. No se droga (una sola vez fumó porro; fue en un recital de Pink Floyd y lo tuve que arrastrar a la salida como a un bebé), y apenas bebe alcohol. Respeta una dieta macrobiótica, hace yoga, meditación zen y tai-chi; y, una noche a la semana, se viste de gala para asistir a los más exclusivos eventos sociales, en los cuales se florea con la escultural belleza de su mujer que se mantiene a raya con clases de Pilates.
Por eso mismo es que mi cabeza se salió un centímetro de su eje cuando me largó, así sin anestesia, semejante notición. Lo primero que se me dió por largarle fue un: ¿Para qué? Seguido de: ¿Por qué? Si tu vida es perfecta.
A lo que él me respondió (quizás alguna vez logre entenderlo) en proporcional sintonía con lo anterior, Justamente por eso. Por ser perfecta, es que me he olvidado de vivirla.

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