sábado, 26 de junio de 2010

metamorfosis

El gato duerme y yo lo miro. Imagino que sueña que es libre, que es pantera, tigre o león. Pero en la vigilia él y yo sabemos que es sólo un felino domesticado, que duerme cómodo en un sillón, que pide ser alimentado, y a veces mimado. Me compadezco y siento pena por el animal salvaje que pudo ser y no fue. Y también me culpo por eso.
Lo observo pero él no intuye mi presencia. Una luciérnaga le hace cosquillas en los bigotes. Abre un ojo, después el otro. Se intranquiliza y frunce el ceño. Se incorpora, primero una pata delantera, después la otra. Extiende su torso y se despereza, alargando el cuello como lo hiciera alguna vez su antepasado egipcio. Sus patas traseras quedan dobladas por debajo de su vientre que guarda el calor de las largas siestas del verano. La cola peluda y amarilla cuelga del sillón; ahora se mueve como un péndulo que hipnotiza. La gira de un lado a otro en señal de enojo, como acaso haría una serpiente cascabel.
Los ojos se abren en alerta, las pupilas se dilatan, y ahora me mira mirarlo. O yo lo miro a él mirarme, que a esta altura es prácticamente lo mismo. Porque a través de su mirada entiendo que en sus numerosas vidas ese gato fue yo.

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