lunes, 12 de julio de 2010

punk

Es de noche. Y, desde mi ventana del tercer piso, la desierta capital inglesa se me antoja una película muda que se repite hasta el hartazgo. La curiosidad y el aburrimiento me arrojan a las calles del Soho, en busca de algo que me desvele, que me ocupe. Son las diez y cuarenta, y el frío polar de dos, tres grados bajo cero, cala hondo en mis huesos. Ha terminado la última función de cine y no hay ni un alma sajona en las calles. Sólo un par de asiáticos, que van o vuelven de sus trabajos en algún restaurante del Chinatown. El viento del Mar del Norte rasguña sin pudor mi rostro, cada vez más sonrojado y entumecido. Los labios, los pómulos, la nariz, las manos, y las uñas me duelen del frío, a diferencia del resto del cuerpo que mantiene la temperatura ideal debajo de dos sweaters de frisa, un gamulán que compré días atrás en Camden Market, y medias de lana debajo de mis jeans made in Buenos Aires.
Camino por Charing Cross y antes de llegar a la esquina de Old Compton Street, un humo espeso mezcla a marihuana y tabaco, el olor a cerveza rancia, risas histéricas, y acentos diversos que varían entre el francés, el rumano y, quizás, el inglés yanki, me hacen detener frente a un antro de música de garaje y bebidas baratas. El sopor del lugar me da la bienvenida salvándome de la ola helada que se derrama sobre una ciudad somnolienta y olvidada. Es vox populi que el interior “noche-bar” no tiene estaciones ni temperaturas. La estación es el aliento mismo de las bocas, el sudor y el olor de esos cuerpos que se buscan, se enciman, se rozan, se exhiben, se reconocen, se atraen. El espacio hermético y a medio iluminar en el que me encuentro me redime del frío callejero de dos, tres grados bajo cero, y entonces comienzo a mudar de pieles hasta quedarme en remera de mangas cortas. 
Me escabullo en el antro, chocando a esos extraños que se me hacen necesariamente familiares, incluso extensiones de mi propio cuerpo que lentamente va retomando su pulso vital. Agradezco su presencia, la celebro, brindo por ellos, brindo por todos nosotros. Voy tambaleándome entre la gente en dirección a la barra, allá a unos metros de distancia. ¿Qué usted quiere?, me pregunta la barwoman, tatuada desde el nacimiento del cuero cabelludo hasta el mentón. El lado izquierdo de su rostro íntegra y soezmente dibujado. Pido un trago transparente on the rocks    – pudo haber sido gin o vodka– que tomo sin prisa entre extranjeros, locales, punks, rockeros, algún que otro grunge, y góticos cuarentones. De fondo aúlla una banda de amateurs. Necesito ir al baño. Y me vuelvo a abrir paso entre la extática muchedumbre que se mueve categóricamente al ritmo del punk rock local.
Desciendo al subsuelo por la escalera estrecha, dejando atrás la música y la euforia. Dos puertas sin distintivos me llevan al baño. El olor agrio que emanan las paredes mojadas se mezcla con un embriagador aroma a patchouli. Contra la mesada del lavatorio, dos cuerpos femeninos se baten a duelo por el espejo. Entro al cubículo, sin poder cerrar por completo la puerta que no tiene pistillo ni picaporte. La sostengo, pues, con mi mano derecha, mientras me bajo el jean, haciendo malabares con mi cabeza gacha. Arrojo al piso el gamulán y los puloveres. Entonces me sumerjo en la lectura de los graffitis tatuados de este lado de la puerta. Y leo (con el eco de Lennon al oído): La vida es aquello que sucede mientras estás ocupado haciendo otros planes.
Luego, entre risas y besos, entra una pareja un tanto despareja (según la imagen que me devuelve el espejo que puedo ver a través de la rendija de esa puerta que se encapricha en abrirse). Él es un punk que acusa unos veintitantos, sólo que ha dejado olvidada la cresta multicolor en su loft okupa. Tiene el pelo fino y lacio, tirado hacia atrás, forzándolo en una cola de caballo que le llega a los hombros. Viste ajustados pantalones negros que acentúan aún más sus piernas desgarbadas, un buzo negro descolorido con pitucones, y borceguíes enormes que desentonan con el resto de ese cuerpo alto y lánguido. Me olvidaba de su piercing en forma de alfiler de gancho que, sin decoro, decora su oreja izquierda. Dije despareja porque ella, la chica del punk   – que se me antoja unos cinco años mayor que él – viste un impecable traje negro de oficinista (que seguramente ha comprado en Selfridges, no en Harrods), altísimos tacos de charol, y una ajustada camisa blanca de cuello Mao, abierta hasta el nacimiento de sus pechos pequeños. Sólo en Londres, me digo.
La chica del punk apoya su cuerpo menudo sobre el de él, cuya espalda descansa sobre la pared de azulejos. Dos cuerpos desiguales que unen sus desiguales lenguas en un beso fugaz, superficial, travieso y negligentemente punk. Espío por la rendija ese aliento que no huelo, y que destila a cigarrillo y whisky, chicle de menta, y una lujuria que añoro. Salgo del cubículo y la pareja me sonríe a destiempo, con labios cerrados. Me mojo la cara mientras ella ocupa el cubículo que acabo de dejar. El punk se para a mi lado y me pregunta, con un encantador acento manchesteriano de aliento a alcohol: –¿Gustas tú de la banda? Sin cavilar le miento. Le digo que sí. Que me agrada.
(Pienso, sinceramente, que el punk es ese tipo de música que cualquiera de nuestra generación destaca y asegura admirar. Pero, honestamente, ninguno de nosotros escucharía un disco de punk de cabo a rabo, joder! Al menos nos consuela saber que los temas no duran más de cuatro minutos. Sucede al igual que con los malos cuentos. Jamás serán memorables, pero al menos son eso: cortos.)
Y el calor se convierte ahora en mi enemigo solapado. Entonces lucho por salir de esas cuatro paredes, subir los angostos escalones regados de vómito y bilis, para así atravesar el antro de rock de garaje lo más rápido posible, mientras vuelvo a mudar de pieles. Una vez abrigada, me veo arrojada a la calle. La música punk ya se ha ido, pero en mis oídos sigue aullando con delay. El frío de dos, tres grados bajo cero, no tarda en hacerse sentir, y el viento nórdico me ametralla la cara. No lo dudo. Paro un taxi.

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